quarta-feira, 28 de julho de 2010

Valor del sacrificio de la Misa :el Sacrificio de la Misa depende, cuanto a su valor, de dos respectos distintos: el uno variable, que es la santidad de la Iglesia y de cuantos intervienen en su oblación y su ofrenda; y el otro inmutable, siempre sin proporción alguna posible con nada que sea finito. Si el valor de la Misa se definiera por este segundo respecto únicamente, seria simplemente infinito y todas ellas serian enteramente equivalentes con el valor y el precio del sacrificio de la Cena y del Calvario.

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Resumo


Após ter estabelecido as diferenças entre a Ceia do Senhor, em que o próprio Cristo foi Sacerdote e Vítima, e os sacrifícios eucarísticos oferecidos pela Igreja por meio de seus ministros, o autor questiona-se a respeito do valor verdadeiro e próprio da Santa Missa: equivalerá sempre em eficácia ao holocausto do Senhor no Calvário?

O Pe. de la Taille, partidário da teoria sacrificio-oblação, explicará a distinção entre o mérito infinito dAquele que na missa se oferece - o Corpo e Sangue de Cristo - e os benefícios relativos do ato oblativo condicionado à santidade da Igreja e daqueles que em seu nome o oferecem.

A Revista Lumen Veritatis coloca a disposição do leitor este excerto do artigo "A doutrina católica acerca da Eucaristia" da autoria do Pe. M. de la Taille com o intuito de facilitar a pesquisa sobre um tema essencial e de ininterrupta atualidade.

 

1. - Sus límites

1.1 - Valor infinito de lo que se ofrece

Si el Sacrificio no fuese una acción por la que se ofrece un don a Dios, sino el don mismo ofrecido, habría que decir que el valor de la Misa era simplemente infinito, toda vez que la víctima es, en sí, exactamente la misma que nos redimiera, y ya sabemos que la tal víctima es infinitamente superior a toda deuda posible de justicia o de gratitud imaginables. Pero, entendiéndose por Sacrificio la acción religiosa por la que se consagra a Dios el don ofrecido, tendremos que reconocer que su valor depende, no ya sólo del valor de lo que se ofrece, sino también de las disposiciones de corazón y de alma de quienes lo ofrecen.

Santo Tomás llega incluso a decir, que el valor definitivo depende más del amor con que se ofrece que del valor de la ofrenda. Esto debe entenderse bien. Podrá ser esto verdad, con todo rigor, en las relaciones humanas, en las que todo es allí finito: el sentimiento y la ofrenda, y podrá, por tanto, suplir o agregar aquél a las deficiencias o insuficiencias de ésta. Pero, en el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, aunque nuestros sentimientos personales sean finitos, no lo es la caridad con que se ofreciera y se ofrece el Señor y a nombre y en virtud de la cual ofrecemos nosotros (la Iglesia universal al menos). Pero, sobre todo: el don en si mismo, el que ahora ofrecemos, es el mismo e idéntico en su valor al que ofreciera Cristo en persona, puesto que siempre es, como en el Sacrificio de la Redención, el Cuerpo inmolado sobre la Cruz y la Sangre derramada por todas sus heridas hasta la muerte, el precio de nuestra redención, el rescate de nuestra salvación eterna.

Valor infinito, por consiguiente, por parte del don que se ofrece; y si bien es verdad que una cosa es el don y otra la ofrenda que hacemos del mismo, es, a la vez, inevitable, que nuestra ofrenda se valúe, en su objetividad, por la magnitud infinita de lo que pone efectivamente en las manos de Dios.

Es decir, que el Sacrificio de la Misa depende, cuanto a su valor, de dos respectos distintos: el uno variable, que es la santidad de la Iglesia y de cuantos intervienen en su oblación y su ofrenda; y el otro inmutable, siempre sin proporción alguna posible con nada que sea finito. Si el valor de la Misa se definiera por este segundo respecto únicamente, seria simplemente infinito y todas ellas serian enteramente equivalentes con el valor y el precio del sacrificio de la Cena y del Calvario.

1.2 - Valor relativo de la acción oblatoria

Pero, como la Misa, en rigor, más que el don o la cosa ofrecida, es la acción que a propósito de él o con él se ejecuta y esta acción es acción de la Iglesia, de los miembros y ministros de la Iglesia; en este sentido, habrá que decir que la Misa no iguala jamás al Sacrificio de la Redención; que, a Misas distintas puede responder valor diferente, y que todas ellas superan desde luego en valor a la obra personal de la Iglesia universal y de los miembros o ministros que en cada una de ellas intervengan como agentes particulares, ya que todas ellas y siempre toman de la Victima un aumento de valor incomparablemente más elevado que el que, en todo caso, pudiera tener cualquier acción ritual oblatoria.

En resumen: el valor de la Misa es el resultado de una variable afectada por una constante que es, en sí, infinita. De donde se infiere, que por mucho que saquemos de los frutos de nuestras Misas, siempre queda infinitamente más por poder sacar del infinito tesoro que tenemos a nuestra disposición en ellas. No las ofreceremos jamás en la medida en que pueden ellas ser ofrecidas, ni aprovecharlas tampoco en sus frutos posibles; pero podemos siempre mejorar más y más nuestras disposiciones de incorporación al gran Sacrificador, el Cristo, e ir creciendo también, consiguientemente, en méritos de oferentes subordinados y subalternos y beneficiamos así más y más de su fondo siempre ilimitado e inexhaurible. En otras palabras: podremos siempre ir haciendo cada vez más eficaz la aplicación, a nuestros fines particulares, de los frutos propiciatorios, satisfactorios e impetratorios de la Pasión de Cristo.

2. - Factores que intervienen en el distinto valor de la Misa
Expuesto en general el valor limitado y finito de la Misa, pasaremos ya a exponer los distintos factores que (siempre en subordinación a la única oblación del Cristo, perpetuamente operante por nuestras ministeriales acciones actuales) concurren, cada cual por su parte, en una medida distinta y en intensidad variable, a determinar el valor, relativo y práctico, de una Misa determinada.

Primer factor: la santidad de la Iglesia militante

El principal de estos factores es la santidad de la Iglesia militante en el momento particular en que se ofrece el Sacrificio. La Iglesia siempre es santa, por el Espíritu Santo que se le diera el día de Pentecostés y que siempre conserva. Pero, santidad indefectible no quiere decir santidad invariable. Una santidad colectiva, que expresa la santidad de los fieles actualmente en gracia, varía necesariamente según el número y el grado de todas aquellas santidades individuales de que resulta. Sería ingenuo suponer que no haya jamás altos y bajos, más o menos en ella. ¿Se puede acaso creer que la santidad de los Apóstoles haya tenido equivalente en todos los siglos? ¿O la santidad de la Iglesia de Jerusalén, con su unanimidad y concordia admirables? Y cuando aparte de todo esto y siempre dentro del campo de la Iglesia militante, cerníase sobre ella la santidad sin segundo de la Virgen Maria, ¿no se agrandaría hasta la inmensidad el valor y la eficacia de los sacrificios de la Iglesia, al punto de hacer violencia al Cielo en favor de la prodigiosa expansión y dilatación del Reino de Dios en aquellos primeros días? ¿Y no habrá que explicarse por este mismo mayor o menor valor relativo del Sacrificio Eucarístico, la lentitud, y aun retrocesos a veces, de la propagación de la fe en épocas menos privilegiadas, menos intensa o unánimemente preocupadas al menos por la Gloria de Dios y la caridad fraterna? ¿Y no tenemos ahí también un gran acicate, un gran estímulo, para la práctica de nuestras virtudes cristianas, todos cuantos tomamos a pechos colaborar en el advenimiento del Reino de Dios por la fuerza misteriosa de la Eucaristía?

La presencia de esta santidad es necesaria

Esta influencia general de la santidad de la Iglesia sobre el valor de una Misa determinada no falta nunca y por ello estamos seguros de que toda Misa es siempre eficaz y fructuosa; lo cual no ocurriría si, en un momento determinado, fal¬tara toda colaboración, santa y meritoria, a la obra de nuestro Sumo Sacerdote. ¿Cómo iba a incorporarse a la intervención mediadora del Cristo la oblación que, por el momento, no procediera en modo alguno de su Espíritu ni estuviera influida, en el más ínfimo grado siquiera, por la vida de la caridad divina? Nada se incorpora al cuerpo de Cristo sino como viviente, y lo que no está animado de la caridad está muerto. Pero, y si tiene que hallarse incorporada ya a la obra de Cristo ¿cómo puede decirse que colabore con ella? Esta colaboración no es cumulativa o agregativa, desde el exterior, sino desarrollo expansivo, de dentro a fuera.

No se trata, en efecto, de transmitir solamente la vida divina a las almas, como en los sacramentos, para lo cual basta en rigor un canal que deje simplemente pa¬sar el líquido vital sin que él mismo se beneficie de él: como seria el caso del rito bautismal puesto por un infiel. Es que se trata de hacer hablar, en la presencia de Dios, a la Sangre misma de Cristo y exigir ante Él todo su precio. Y para ello se necesita un corazón incorporado ya a Cristo y animado de sus propios sentimientos. Sólo así podrá el Padre Celestial, me¬jor que el anciano Isaac, reconocer en quienes le ofrecen tales dones la voz y las manos a la vez de su hijo bien amado; es decir: el poder sacerdotal y la caridad reparadora. Esta substitución, esta caracterización, no es como un vestido o disfraz que se pusiese uno por fuera. Es la exteriorización del principio vital de la gracia y de la caridad, en quien hace la ofrenda, y del que sólo Cristo es la cabeza.

Dios, felizmente, lo ha tenido así en cuenta. dejando en manos de la Iglesia toda oblación eucarística, como la flor en su tallo; así como la Iglesia, a su vez, en las de Cristo, su divino Esposo, como su carne exterior, indisolublemente incorporada a su propia vida inmortal y divina.

El sacerdote, por más que consagre como instrumento inmediato de la virtud sacerdotal del Cristo, no obstante, en su función de oferente, lo hace también, y simultáneamente, a título de representante próximo de la Iglesia militante expandida por toda la tierra. Su Sacrificio, como dice el concilio de Trento, es el que "la Iglesia inmola por el ministerio de sus sacerdotes". En esta forma está siempre asegurada, en cada uno de los sacrificios, la contribución actual y siempre renovada de un nuevo valor sacrificial: el de la Iglesia universal, infaliblemente digna en todo momento de asociarse al Sacrificio que de una vez para siempre ofreciera por nosotros el Cristo, como a la plenitud que jamás podrán agotar o reducir nuestras participaciones posibles.

Segundo factor: el celebrante

Entre todas las personas que, en el momento de que se trate, componen la Iglesia, ninguna entra en más directo y noble contacto con la obra a realizar por el Sacrificio, que el sacerdote que lo celebra. Su participación en ella es, esencialmente, la oblación sacerdotal. El sacrificio es, pues, suyo, de manera especialísima: como la vista es del ojo, por más que el cuerpo vea en realidad por su medio. Así, pues, la santidad personal del sacerdote influye más que la de otro fiel cualquiera en la valoración de la santidad adventicia y secundaria del Sacrificio, aun siendo siempre una e idéntica la objetividad de lo que se ofrece; pues la mano que toma entonces de los tesoros de la Cruz es mayor y es más lo que toma, por tanto. Es el corazón el que se hace reservorio de las ondas espirituales, para expandirlas luego por la Humanidad entera; y el corazón, cuanto más dilatado por la caridad, más capaz viene a ser y más libre paso deja a la vez a los efluvios de la caridad divina en bien de los hombres.

Los sacerdotes santos son los más beneméritos de toda la Humanidad, por la santidad en que envuelven su propia función de oficiales sacrificadores a nombre de todos los otros. No se olvide, sin embargo, que aun el Sacrificio de los sacerdotes menos observantes de sus deberes queda siempre siendo fructuoso, no ya para ellos mismos, sino para los fieles que (a menos que una sentencia eclesiástica se lo prohíba) les encomiendan la celebración del Sacrificio. Toda la Iglesia respalda a su ministro; detrás de cada uno de ellos, digno o indigno, pero siempre válido en su función oficial, hace de fondo la Iglesia toda, que está allí con él, en él y por él, en virtud de su carácter sacerdotal, cuya marca y señal indeleble lo consagra como agente oficial a perpetuidad de toda la comunidad cristiana. La indignidad de un miembro no denigra a la totalidad de su cuerpo: y la santidad de Cristo, vivo siempre en su Iglesia, prevalece sobre la maldad aun del mismo sacerdote oferente.

Tercer factor: el fiel que ofrece y paga la Misa

Después del sacerdote, quien más afecta con su mérito personal y su fervor al valor definitivo de la Misa en cada caso es el fiel, que contribuye, no ya sólo a lo que debe ser el envolvente externo de la Eucaristía, sino a lo que el sacerdote debe tomar sin duda del propio altar, a que sirve, para su personal subsistencia. Todo cuanto el Altar adquiere, lo adquiere para Dios sin duda alguna; pero el sacerdote, consagrado por su propio estado al servicio del Altar, recibe de Dios una parte de lo que el Altar adquiere como propiedad ya de Dios. "¿No sabéis, acaso, dice San Pablo (I Cor. IX, 13), que los que se dedican a los sacrificios, del Santuario toman su sustento, y que quienes sirven al Altar participan del Altar?" En la Ley Antigua, cuando un fiel había en-tregado al sacerdote una oveja para ofrendarla a Dios, decimos que la consagraba a Dios toda ella, y toda ella en efecto la aceptaba y tomaba Dios para sí. Pero Dios invitaba al sacerdote a participar con Él y llevarse una parte del banquete, como invitaba también al fiel mismo que ofreciera el sacrificio. Lo mismo ocurre en el Sacrificio Eucarístico. Todo cuanto se entrega al sacerdote en consideración al Sacrificio - cuya aplicación a mis intenciones y en mi provecho va él a ofrecer en mi nombre - se ofrece directa e inmediatamente a Dios, como lo enseña Santo Tomás (Suma Teológica II-II 86, 2, c. et 1m), interpretando a San Pablo; pero Dios hace cesión de una parte de todo ello al sacerdote, para su sustento y el de los pobres, una vez celebrado el Sacrificio con lo restante, que por la consagración se convierte en el Cuerpo y Sangre de Cristo, nuestra Víctima de todos los tiempos. Pero esta única Víctima no viene a ser nuestra Víctima sino mediante las apariencias de pan y de vino que le hacen tomar las especies eucarísticas, ya que es esencial al rito de nuestro sacrificio el serlo según el orden de Melquisedec, como lo es también al carácter de nuestro sacerdocio. La Misa es en realidad un Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo sólo a condición de que dichos Cuerpo y Sangre se hallen, respectivamente, en apariencia del fruto elaborado de nuestros trigales y del fruto líquido de nuestros viñedos. Esto exige la institución de la Eucaristía. Por consiguiente, quien presenta en el altar los dones que habrán de transubstanciarse en el Cuerpo y Sangre de Cristo, si quiere que el tal Sacrificio ceda, todo él, en su beneficio o a sus personales intenciones, tendrá que dar de esos dones tanto cuanto bastaría de suyo en justicia para un sacrificio similar de pan y de vino y para la sustentación del sacerdote. En este sentido, será él el verdadero autor y oferente del Sacrificio eucarístico a titulo particular, privativamente suyo. A él se deberá entonces el Sacrificio cuanto a su materia (materia adecuada a las exigencias del sacramento y a las necesidades del sacerdote), como se debe al sacerdote cuanto a su aspecto formal, representado por las palabras de la consagración.

El fiel que asiste con devoción al Sacrificio

Una tercera clase de oferentes particulares la constituyen los fieles que asisten religiosamente al Sacrificio y en particular los que intervienen como ministros subalternos. Los libros litúrgicos están llenos de sus funciones respectivas, que distinguen con precisión y expresamente de la de los fieles que ofrecieron los dones. El que asiste a la misa ofrece también, y lo hace a título que no es el de los fieles en general, puesto que su título lo asocia más de cerca y en forma más ostensible a la obra que se realiza a nombre de toda la Iglesia: es decir, que él, personalmente ratifica esa obra más explícitamente por su propia cuenta, y le da un más actual y práctico asentimiento. A ellos les pregunta el sacerdote en el Canon si quieren ofrecer la "Eucaristía". Gratias agamus Domino Deo nostro. - Dignum et iustum est. - Vere dignum et iustum est, aequum et salutare, nos tibi semper et ubique gratias agere, Domine sancte, Pater omnipotens. Esta acción de gracias (gratias agere), es la "Eucaristía" que se inicia con un público asentimiento de todos los fieles presentes.

De los fieles, y de los fieles presentes, deben también entenderse en el Canon de la Misa todas aquellas expresiones tan lle¬nas de respeto, en tan favorable contraste con el modesto lenguaje que emplea en su propio nombre el celebrante y antiguamente los concelebrantes. Antes de la narración de la Cena: "Aceptad, Señor, os suplicamos, esta ofrenda de vuestro siervo (servitutis nostrae: es decir, mi ofrenda personal, como celebrante) y de toda vuestra familia (familiae tuae: es decir, de los fieles presentes). Después de rememorar las palabras de la institución: "Nosotros, vuestros siervos (servi tui, es decir, yo mismo) y con nosotros, vuestro santo pueblo (plebs tua sancta, es decir, todos los asistentes), ofrecemos a vuestra Majestad soberana, del tesoro de vuestros dones y de vuestros beneficios una Hostia pura, una Hostia santa, una Hostia inmaculada, el sagrado pan de la vida eterna y el cáliz de la eterna salvación."

El laico no puede sentirse humillado ciertamente por la Liturgia. Esta misma se encarga, por el contrario, de proclamar la grandeza de que se halla investido como hijo de Dios, asociado en Cristo a la oblación de los preciosos dones de la Cena, de la Víctima del Calvario y de la Sangre redentora. No recuerda todo esto sólo para edificación de los fieles, sino que inculca al sacerdote mismo todo el respeto que debe inspirarle una tal grandeza. Si no tiene el laico el carácter sacerdotal propio de quien ha sido consagrado para celebrar el rito eucarístico, pero tiene al menos el carácter bautismal, que configurándonos, bien que en un plano inferior, con el sacerdocio de Cristo, nos habilita para la función también de oferentes, que a todo cristiano conviene por intermedio de los sacerdotes.

He aquí, pues, la clasificación de los oferentes que intervienen, o pueden intervenir, en un Sacrificio: el celebrante, el que encargo la misa, los asistentes y, tras de todos ellos, la Iglesia universal, la Iglesia de los bautizados.

Eficacia de la Misa y responsabilidad de los fieles

[Tras estas consideraciones], se echa, en cambio, de ver la potencia inmensa que tienen en sus manos los fieles y que pueden utilizar según su caridad les inspire. Es la gran palanca que puede remover el mundo. La Misa es la más poderosa de las fuerzas espirituales. Si ella desapareciera, nada más quedaría, pues de ella todo depende; si se la me¬nospreciara, todo el mundo correría el más grave peligro.

Pero, a diferencia de los sacrificios antiguos a que ha substituido, él no desaparecerá jamás. Mientras dure la Iglesia, durará el Sacrificio: hasta que venga el Hijo del hombre a tomar posesión de su Reino. Los cristianos tendrán que responder del uso que hayan hecho, entretanto, de este va-liosísimo talento. ¿Lo han hecho fructificar? Es lo que habrá que pensar y tomar muy a pecho.

Ahora bien, no se hace fructificar el Sacrificio externo, por muy excelente y valioso y augusto que sea, sino a condición de unir a él el Sacrificio interior, del que debe aquél ser expresión y que en modo alguno puede faltar, a menos de tildársele de insinceridad y falsía, tanto mayores cuanto mayor sea la frecuencia de esos mismos ritos sagrados que Dios instituyera y pusiera en nuestras manos. Se exige en quien pretenda hacer fructificar la Sangre de Cristo un deseo siquiera incipiente de abnegación de sí mismo y de mortificación de sus concupiscencias: que es en lo que consiste la inmolación personal del cristiano en unión con la de Cristo. Y esto es lo que profesamos por el Santo Sacrificio. No sería cosa, pues, de esperar sus frutos, si lo hacíamos falso lenguaje de sentimientos que no abrigábamos con sinceridad en nosotros. Grande es, pues, nuestra responsabilidad en la Sangre que se nos ha confiado; como grande será también la Gloria de quien pueda decir con San Pablo: "Completo en mi carne la que todavía falta a los sufrimientos de la Pasión de Cristo en sus miembros, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col. I, 24).

Los sufrimientos de Cristo salvan al mundo; pero sufrimientos son también de Cristo los de sus santos y los de todos sus fieles, en los que tiene que vivir Él su paciencia, su abnegación, sus renunciamientos y, en general, sus virtudes "cristianas". Esta es la que falta todavía, si así puede decirse, a los sufrimientos de la Pasión de Cristo, para hacerse divinamente eficaz, en las manos de la Iglesia, como panacea universal infalible de los males del mundo, el Sacrificio Eucarístico.
 
fonte:http://www.arautos.org/view/show/5795-valor-del-sacrificio-de-la-misa