sábado, 29 de maio de 2010

La Libertad Religiosa del Vaticano II




Mons. Marcel Lefebvre
"Le Destronaron"

Según el Vaticano II, la persona humana tendría derecho, en nombre de su dignidad, a no ser impedida en el ejercicio de su culto religioso, sea cual fuere, en privado o en público, salvo si esto perjudicara la tranquilidad y la moralidad pública. Convendrán conmigo que la moralidad pública del Estado “pluralista” promovida por el Concilio, no molesta mucho esta libertad; tampoco la corrompida sociedad liberal limitaría el derecho a la libertad del “concubinato”, si, en nombre de la dignidad humana, fuera dicho indistintamente de los amancebados y de los casados.

Así pues ¡Musulmanes! ¡Rezad tranquilamente en nuestras calles cristianas, construidas vuestras mezquitas y minaretes junto a los campanarios de nuestras iglesias, la Iglesia del Vaticano II os asegura que no debemos impedíroslo; lo mismo para vosotros budistas, hinduistas...!

Mediante esto, nosotros los católicos os pediremos la libertad religiosa en vuestros países, en nombre de la libertad que os acordamos en los nuestros... Podremos así defender nuestros derechos religiosos frente a los regímenes comunistas, en nombre de un principio declarado por una asamblea religiosa tan solemne, y ya reconocida por la O.N.U. y la Francmasonería... Es, por otra parte, la reflexión que me hizo el Papa Juan Pablo II en la audiencia que me concedió el 18 de noviembre de 1978: “Fíjese, me dijo, la libertad religiosa nos fue muy útil contra el comunismo en Polonia.” Yo tenía ganas de contestarle: “Muy útil puede ser, como argumento ad hominem, ya que los regímenes comunistas tienen la libertad de cultos inscripta en sus Constituciones pero no como principio doctrinal de la Iglesia Católica.”

I
LIBERTAD RELIGIOSA Y VERDAD
En todo caso, es esto, lo que respondía por adelantado el Padre Garrigou-Lagrange:

“Nosotros podemos (...) hacer de la libertad de cultos un argumento ad hominem contra aquellos que, a la vez que proclaman la libertad de cultos, persiguen a la Iglesia (Estados laicos y socializantes), o impiden su culto directa o indirectamente (Estados comunistas, islámicos, etc.). Este argumento ad hominem es justo y la Iglesia no lo desdeña, usándolo para defender eficazmente su derecho a la libertad. Pero no se sigue, que la libertad de cultos, considerada en sí misma, sea sostenible para los católicos como principio, porque ella es de suyo absurda e impía, pues la verdad y el error no pueden tener los mismos derechos.”
Me resulta agradable repetirlo: sólo la verdad tiene derechos, el error no tiene ningún derecho, es la enseñanza de la Iglesia:
“El derecho, escribe León XIII, es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza. Hay derecho para propagar en la sociedad libre y prudentemente lo verdadero y lo honesto para que se extienda al mayor número posible su beneficio; pero en cuanto a las opiniones falsas, pestilencia la más mortífera del entendimiento (...) es justo que la pública autoridad los cohíba con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente en daño de la misma sociedad.”
Bajo esta luz, es claro que las doctrinas y los cultos de las religiones erróneas no tienen, de suyo, ningún derecho a que se las deje expresar y propagar libremente. Para evitar esa evidencia solar, en el Concilio objetaron que la verdad o el error, propiamente hablando no tienen ningún derecho, que son las personas quienes tienen los derechos y son “sujetos de derecho”. Así, intentaban desviar el problema poniéndolo en un nivel puramente subjetivo y esperando, de esta manera, poder hacer abstracción de la verdad. Pero este intento fue vano, como lo demostraré ahora, situándome en la problemática misma del Concilio.

La libertad religiosa, considerada desde el punto del “sujeto de derecho”, consiste en acordar el mismo derecho a aquellos que se adhieren a la verdad religiosa y a aquellos que están en el error. ¿Es concebible semejante derecho? ¿En qué lo funda el Concilio?

¿Los derechos de la conciencia?

Al comienzo del Concilio, algunos quisieron fundar la libertad religiosa sobre los derechos de la conciencia: “La libertad religiosa sería vana si los hombres no pudieran traducir los imperativos de su conciencia en actos exteriores”, declaró Mons. de Smedt en su discurso introductorio. El argumento era el siguiente: cada uno tiene el deber de seguir su conciencia, pues ella es para cada uno la regla inmediata de la acción. Ahora bien, esto vale no sólo para una conciencia verdadera, sino también para una conciencia invenciblemente errónea, que es la de numerosos adeptos de las falsas religiones; estos tienen el deber de seguir su conciencia y, por consiguiente, debe dejárseles la libertad de seguirla y de ejercer su culto.

El disparate del razonamiento fue pronto evidenciado y debieron resignarse a hacer fuego con otra madera. En efecto, el error invencible, es decir no culpable, disculpa toda falta moral, pero no por eso hace la acción buena y por lo mismo no da ningún derecho a su autor. El derecho no puede fundarse más que sobre la norma objetiva de la ley, y en primer lugar, sobre la ley divina, que regula, en particular, la manera cómo Dios quiere ser honrado por los hombres.

¿La dignidad de la persona humana?

Al no brindar la conciencia un fundamento suficientemente objetivo se creyó encontrar uno en la dignidad de la persona humana. “El Concilio del Vaticano declara (...) que el derecho a la libertad religiosa se funde realmente en la dignidad misma de la persona humana” (D. H. 2). Esta dignidad consiste en que el hombre, dotado de inteligencia y de libre albedrío, está ordenado por su misma naturaleza a conocer a Dios, lo que no puede lograr si no se le deja libre. El argumento es éste: el hombre es libre, luego, debe dejársele libre. O de igual manera: el hombre está dotado de libre albedrío, luego, tiene derecho a la libertad de acción. Se reconoce el principio absurdo de todo liberalismo, como lo llama el Card. Billot. Es un sofisma: el libre albedrío se sitúa en el terreno del ser, la libertad moral y la libertad de acción en el plano del obrar. Una cosa es lo que Pedro es por naturaleza y otra lo que llega a ser (bueno, o malo, en la verdad o en el error) mediante sus actos. Por cierto, la dignidad humana radical es la de una naturaleza inteligente y por consiguiente capaz de una elección personal, pero su dignidad terminal (final) consiste en adherir “en acto” a la verdad y al bien. Es esta dignidad terminal la que merece para cada cual la liber-tad moral (facultad de obrar) y la libertad de acción (facultad de no ser impedido de obrar). Pero, en la medida en que el hombre se adhiere al error o se apega al mal, pierde su dignidad terminal o no la alcanza y ya no puede fundarse nada sobre ella. Esto es lo que enseñaba magníficamente León XIII en dos textos ocultados por Vaticano II. Hablando de las falsas libertades modernas, escribe León XIII en la Immortale Dei:

“Cuando la mente da el asentimiento a opiniones falsas y la voluntad abraza lo que es malo y lo practica, ni la mente ni la voluntad alcanzan su perfección, antes bien se desprenden de su dignidad natural y se despeñan a la corrupción. Por lo tanto, no debe manifestarse ni poner ante los ojos de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad; mucho menos defenderlo por la fuerza y la tutela de la ley.”

Y en Libertas, el mismo Papa precisa en que consiste la verdadera libertad religiosa y sobre qué debe fundarse:

“También se pregona con gran ardor la que llaman libertad de conciencia, que, si se toma en el sentido de ser lícito a cada uno, según le agrade, dar o no un culto a Dios, queda suficientemente refutada con lo ya dicho. Pero puede también tomarse en el sentido de ser lícito al hombre, según su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de Dios y cum-plir sus mandatos sin el menor impedimento. Esta libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, y que ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y singularmente amada de la Iglesia.”
A verdadera dignidad, verdadera libertad religiosa; a falsa dignidad, falsa libertad religiosa.
La libertad religiosa ¿derecho universal a la tolerancia?
El Padre Ph. André-Vincent, que se interesaba mucho por este asunto, me escribió, un día, para ponerme en guardia: atención, me decía, el Concilio no pide para los adeptos de las falsas religiones el derecho “afirmativo” de ejercer su culto, sino solamente el derecho “negativo” de no ser impedidos en el ejercicio, público o privado, de su culto. En definitiva, Vaticano II no habría hecho más que generalizar la doctrina clásica de la tolerancia.

En efecto, cuando un Estado católico, en razón de la paz civil, para la cooperación de todo el bien común, o de una manera general, para evitar un mal mayor o causar un bien mayor, juzga que él debe tolerar el ejercicio de tal o cual culto, puede, entonces, o “cerrar los ojos” acerca de ese culto por una tolerancia de hecho, no tomando ninguna medida coercitiva a su respecto; inclusive dar a sus adeptos el derecho civil de no ser molestados en el ejercicio de su culto. En este último caso, se trata de un derecho puramente negativo. Por otra parte, los Papas, no dejan de subrayar que la tolerancia civil no concede ningún derecho “afirmativo” a los disidentes, ningún derecho de ejercer su culto, pues semejante derecho afirmativo no puede fundarse más que sobre la verdad del culto considerado:

“Si las circunstancias lo exigen, se pueden tolerar desviaciones de la regla, cuando son introducidas en vistas a evitar mayores males, sin elevarlos, sin embargo, a la dignidad de derechos, contra las eternas leyes de la justicia.”

“Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a lo verdadero y honesto, no rehuye que la autoridad pública soporte algunas cosas ajenas de verdad y justicia, con motivo de evitar un mal mayor o de adquirir y conservar un mayor bien.”
“Sea cual fuere su carácter religioso, ningún Estado o comunidad de Estados, puede dar un mandato positivo o una autorización positiva de enseñar o hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral (...) Otra cosa, esencialmente diferente, es ésta: en una comunidad de Estados ¿se puede, al menos en determinadas circunstancias, estable cer la norma del libre ejercicio de una creencia o de una práctica religiosa en vigor en un Estado-miembro, que no sea impedido en todo el territorio de la comunidad por medio de las leyes u ordenanzas coercitivas del Estado?” (el Papa respondió afirmativamente: sí, “en ciertas circunstancias” tal norma puede ser establecida).
El Padre Baucher resume esta doctrina de una manera excelente: “Decretando la tolerancia se considera que el legislador no quiere crear, en beneficio de los disidentes, el derecho o la facultad moral de ejercer su culto, sino solamente el derecho de no ser perturbados en el ejercicio de ese culto. Sin tener nunca el derecho de obrar mal, se puede tener el derecho de no ser impedido de obrar mal, cuando una ley justa lo permite por motivos suficientes.”

Pero agrega con razón: una cosa es el derecho civil a la tolerancia, cuando ésta es garantizada por la ley en vista al bien común de tal o cual nación en determinadas circunstancias; otra cosa es el pretendido derecho natural e inviolable a la tolerancia para todos los adeptos de todas las religiones, por principio y en toda circunstancia.

En realidad, el derecho civil a la tolerancia, aún cuando las circunstancias que lo legitiman parecen multiplicarse en nuestros días, sigue siendo estrictamente relativo a dichas circunstancias:

“Como la tolerancia de los males, escribe León XIII, es cosa tocante a la prudencia política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón del bien.”

Apoyándose sobre los actos del Magisterio anterior, habría sido muy difícil al Vaticano II, el proclamar un derecho natural y universal a la tolerancia. Por lo demás, evitaron cuidadosamente la palabra “tolerancia” que parecía demasiado negativa, pues lo que se tolera es siempre un mal; en cambio, se quería destacar los valores positivos de todas las religiones.

La libertad religiosa, ¿derecho natural a la inmunidad?
El Concilio, sin invocar la tolerancia, definió, pues, un simple derecho natural a la inmunidad: el derecho de no ser perturbado en el ejercicio del propio culto, sea éste cual fuere.

La astucia, al menos el procedimiento astuto, era evidente: al no poder definir un derecho al ejercicio de todo culto, ya que tal derecho no existe para los cultos erróneos, se las ingeniaron para formular un derecho natural a la sola inmunidad que valga para los adeptos de todos los cultos. Así, todos los “grupos religiosos” (pudoroso calificativo para cubrir la Babel de las religiones) gozarían naturalmente de la inmunidad de toda coacción en su “culto público de la divinidad suprema” (¿de qué divinidad se trata?) y también se beneficiarían del “derecho de no ser impedidos de enseñar y de manifestar su fe (¿qué fe?) públicamente, oralmente y por escrito” (D. H. 4).

¿Es imaginable una mayor confusión? Todos los adeptos de todas las religiones, tanto de la verdadera como de las falsas, absolutamente reducidos al mismo pie de igualdad, gozarían de un mismo derecho natural, bajo el pretexto de que se trata sólo de un “derecho a la inmunidad”. ¿Acaso es concebible?

Es harto evidente que, de suyo, los adeptos de la religión errónea, por este solo título, no gozan de ningún derecho natural a la inmunidad. Permitidme ilustrar esta verdad con un ejemplo concreto. Si vosotros quisierais impedir la oración pública de un grupo de musulmanes en la calle, o incluso el perturbar su culto en una mezquita, eventualmente, pecaríais contra la caridad y seguramente contra la prudencia, pero no causaríais a esos creyentes ninguna injusticia. No se verían heridos en ninguno de los bienes a los que tienen derecho, ni en ninguno de sus derechos a estos bienes; en ninguno de sus bienes, porque su verdadero bien no es el de ejercer sin trabas su culto falso, sino el de poder ejercer un día el verdadero; en ninguno de sus derechos, pues ellos tienen el derecho a ejercer el “culto de Dios en privado y en público” y a no ser impedidos, pero ¡el culto de Alá no es el culto de Dios! En efecto, Dios mismo reveló el culto con el que quiere ser honrado exclusivamente, que es el culto de la Religión católica.

Por ende, si en justicia natural, no se perjudica de ninguna manera a esos creyentes al impedir o perturbar su culto, es porque no tienen ningún derecho natural a no ser perturbados en su ejercicio.

Se me va a objetar que yo soy “negativo”, que no sé considerar los valores positivos de los cultos erróneos. Al hablar más arriba de la “búsqueda” ya respondí a esta objeción. Se me replicará, entonces, que la orientación fundamental de las almas de los adeptos a los falsos cultos sigue siendo recta y que se le debe respetar y, por lo mismo, debe respetarse el culto que practican. No podría oponerme al culto sin quebrar esas almas, sin romper su orientación hacia Dios. Así, en razón de su error religioso, dicha alma, no tendría el derecho a ejercer su culto, pero como de todos modos, ella estaría “conectada con Dios”, por esa razón tendría derecho a la inmunidad en el ejercicio de su culto. Todo hombre tendría así un derecho natural a la inmunidad civil en materia religiosa.

Admitamos por un instante esta llamada orientación naturalmente recta hacia Dios de toda alma en el ejercicio de su culto. No es en absoluto evidente que el deber de respetar su culto, por esta razón, sea un deber de justicia natural. Me parece, hablando con propiedad, que se trata de un puro deber de caridad. Siendo así, este deber de caridad no otorga a los adeptos de los falsos cultos ningún derecho natural a la inmunidad, pero sugiere al Poder civil el acordarles un derecho civil a la inmunidad. Ahora bien, precisamente el Concilio proclama para todo hombre, sin probarlo, un derecho natural a la inmunidad civil. Me parece, al contrario, que el ejercicio de los cultos erróneos no puede superar el estatuto de un simple derecho civil a la inmunidad, lo cual es muy diferente.

Distingamos bien, por una parte, la virtud de justicia que, al acordar a unos sus deberes, da a los otros el derecho correspondiente, es decir, la facultad de exigir, y por otra parte, la virtud de caridad que, por cierto, impone deberes a unos, sin atribuir por eso ningún derecho a los otros.

¿Una orientación natural de todo hombre hacia Dios?

El Concilio (D. H. 2-3), además de la dignidad radical de la persona humana invoca su búsqueda natural de lo divino: todo hombre en el ejercicio de su religión, sea cual fuere, estaría, de hecho, orientado hacia el Verdadero Dios, en búsqueda aún inconsciente del Verdadero Dios, “conectado con Dios” si se quiere, y, por esta razón tendría un derecho natural a ser respetado en el ejercicio de su culto.

Si un budista quema varillas de incienso ante un ídolo de Buda, para la teología católica comete un acto de idolatría; sin embargo, a la luz de la nueva doctrina descubierta por Vaticano II, el expresaría el “esfuerzo supremo de un hombre para buscar a Dios.” Por consiguiente, este acto religioso tendría derecho a ser respetado, este hombre tendría derecho a no ser impedido de realizarlo y tendría derecho a la libertad religiosa.

Primero hay una contradicción en afirmar que todos los hombres dados a los falsos cultos, de suyo, están naturalmente orientados hacia Dios. Un culto erróneo, de suyo, no puede más que alejar a las almas de Dios, ya que las encamina en una dirección que de suyo, no las conduce hacia Dios.

Se puede admitir que en las falsas religiones, algunas almas puedan estar orientadas hacia Dios, pero esto es porque ellas no se apegan a los errores de su religión. No se orientan hacia Dios gracias a su religión, sino, a pesar de ella. Por consiguiente, el respeto que se debería a esas almas no implicaría que se deba respeto a su religión.

De todos modos, la identidad y el número de esas almas que Dios se digna volver hacia El por su gracia, permanece perfectamente oculto e ignorado. Por cierto que no son muchas. Un sacerdote originario de un país de religión mixta, me refería, un día, su experiencia respecto a aquellos que viven en las sectas heréticas; me decía su sorpresa al comprobar cómo esas personas están, ordinariamente, endurecidas en sus errores y poco dispuestas a examinar las observaciones que puede hacerles un católico, poco dóciles al Espíritu de la Verdad...

La identidad de las almas verdaderamente orientadas hacia Dios en las otras religiones, queda en el secreto de Dios y escapa al juicio humano. Por eso es imposible el fundar sobre ello algún derecho natural o civil. Sería hacer descansar el orden jurídico de la sociedad sobre suposiciones fortuitas o arbitrarias. En definitiva, sería fundar el orden social sobre la subjetividad de cada uno y construir la casa sobre la arena...

Agregaré que yo estuve suficientemente en contacto con las religiones de África (animismo, Islam), lo mismo se puede decir de la religión de la India (hinduismo), para poder afirmar que se dan en sus adeptos las lamentables consecuencias del pecado original, en particular, el oscurecimiento de la inteligencia y el temor supersticioso. Al respecto, el sostener, como lo hace Vaticano II, una orientación naturalmente recta de todos los hom-bres hacia Dios, es un irrealismo total y una pura herejía naturalista. ¡Dios nos libre de los errores naturalistas y subjetivistas! Son la marca inequívoca del liberalismo que inspira la libertad religiosa del Vaticano II y no pueden conducir sino al caos social y a la Babel de las religiones.

La mansedumbre evangélica

Asegura el Concilio, que la revelación divina “demuestra el respeto de Cristo a la libertad del hombre en el cumplimiento de la obligación de creer en la Palabra de Dios” (D. H. 9); Jesús, manso y humilde de corazón, manda dejar crecer la cizaña hasta la cosecha, no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha humeante (D. H. 11; cf. Mat. 13, 29; Is. 42, 3).

He aquí la respuesta. Cuando el Señor manda dejar crecer la cizaña, no le concede un derecho a no ser arrancada, sino que da el consejo a los que cosechan “a fin de no arrancar al mismo tiempo el buen grano”. Consejo de prudencia: a veces es preferible no escandalizar a los fieles por el espectáculo de la represión de los infieles; más vale, a veces, evitar la guerra civil que despertaría la intolerancia. De igual manera, si Jesús no quiebra la caña cascada, y de eso hace una regla para sus Apóstoles, es por caridad hacia los que yerran, a fin de no apartarlos más de la verdad, lo que podría ocurrir si se usaran con sus cultos medios coercitivos. Es claro, a veces existe un deber de prudencia y de caridad por parte de la Iglesia y de los Estados católicos, hacia los adeptos de los cultos erróneos, pero, ese deber no confiere, de suyo al otro, ningún derecho. Por no distinguir la virtud de la justicia (la que da derechos), de la prudencia y de la caridad (que no confieren de suyo más que deberes), Vaticano II cae en el error. Hacer de la caridad una justicia, es pervertir el orden social y político de la ciudad.

Y aún cuando, por un imposible, se debiera considerar que Nuestro Señor da a pesar de todo, un derecho a la cizaña “de no ser arrancada”, este derecho sería totalmente relativo a las razones particulares que lo motivan, no sería nunca un derecho natural e inviolable. “Allí en donde no debe temerse el arrancar el buen grano al mismo tiempo, dice San Agustín, que la severidad de la disciplina no duerma” y que no se tolere el ejercicio de los falsos cultos. San Juan Crisóstomo mismo, poco partidario de la supresión de los disidentes, no excluye tampoco la supresión de sus cultos: “¿Quién sabe, dice, por otra parte, si algo de la cizaña no se cambiará en buen grano? Si, pues, la arrancáis ahora perjudicaréis la cosecha cercana, arrancando a los que podrán cambiar y llegar a ser mejores. [El Señor] no prohíbe, por cierto, reprimir a los herejes, cerrarles la boca, negarles la libertad de hablar, dispersar sus asambleas, repudiar sus juramentos; lo que El prohíbe es derramar su sangre y matarlos.” La autoridad de estos dos Padres de la Iglesia me parece suficiente para refutar la interpretación abusiva que hace el Concilio de la mansedumbre evangélica. Sin duda, Nuestro Señor no predicó las dragonadas, lo cual no es una razón para disfrazarlo en un apóstol de la tolerancia liberal.

La libertad del acto de fe

Por último; se invoca la libertad del acto de fe (D. H. 10). Aquí hay un argumento doble. Primer argumento: Imponer, por razones religiosas, límites en el ejercicio de un culto disidente sería, por vía indirecta, forzar a sus adeptos a abrazar la fe católica. Ahora bien, el acto de fe debe estar libre de toda coacción: “Que nadie sea coaccionado a abrazar la fe católica contra su voluntad” (Código de Derecho Canónico de 1917, Can. 1351).

Contesto con la sana teología moral, que tal coacción es legítima según las reglas del voluntario indirecto. En efecto, ella tiene como objeto directo el limitar el culto disidente, lo cual es un bien, y, como efecto solamente indirecto y remoto el incitar a ciertos no católicos a convertirse, con el riesgo de que algunos se hagan católicos más por temor o conveniencia social que por convicción, lo cual no es deseable de suyo, pero puede ser permitido cuando hay una razón proporcionada.

El segundo argumento es mucho más esencial y exige un poco de explicación. Se apoya sobre la concepción liberal del acto de fe. Según la doctrina católica la fe es un asentimiento, una sumisión de la inteligencia a la autoridad de Dios que revela, bajo el impulso de la voluntad libre, movida por la gracia. Por una parte, el acto de fe debe ser libre, es decir, debe quedar libre de toda coacción exterior que tuviere por objeto o por efecto directo el obtenerlo contra la voluntad del sujeto. Por otra parte, siendo el acto de fe una sumisión a la autoridad divina, ningún poder o tercera persona tiene el derecho de oponerse a la influencia benéfica de la Verdad Primera, que tiene derecho inalienable a iluminar la inteligencia del creyente. De eso se sigue que el creyente tiene derecho a la libertad religiosa; nadie tiene derecho a coaccionarlo, ni tampoco de impedirle abrazar la Revelación divina o de realizar con prudencia los actos exteriores de culto correspondientes.

Ahora bien, los liberales y su sequito de modernistas, olvidadizos del carácter objetivo, completamente divino y sobrenatural del acto de fe divina hacen de la fe la expresión de la convicción subjetiva del sujeto al término de su búsqueda personal para tratar de responder a los grandes interrogantes que le plantea el universo. El hecho de la Revelación divina exterior y su proposición por la Iglesia ceden el paso a la invención creadora del sujeto, o al menos, la segunda [la fe] debe esforzarse en ir al encuentro de la primera [la revelación]... Si esto es así, entonces, la fe divina es rebajada al nivel de las convicciones religiosas de los no-cristianos, que piensan tener una fe divina cuando no tienen más que una persuasión humana, puesto que el motivo para adherirse a su creencia no es la autoridad divina que revela sino el libre juicio de su espíritu. Ahora bien, es incongruencia fundamental de los liberales pretender conservar para este acto de persuasión completamente humana, los caracteres de la inviolabilidad y la dispensa de toda coacción que pertenecen sólo al acto de fe divina. Ellos aseguran que por los actos de sus convicciones religiosas los adeptos de las otras religiones entran en relación con Dios, y que, a partir de allí, esta rela-ción debe quedar libre de toda coacción que pudiera afectarla. Ellos dicen: “Todos los credos religiosos son respetables e intocables.”

Pero, estos últimos argumentos son manifiestamente falsos, pues por sus convicciones religiosas, los adeptos de las otras religiones no hacen más que adherirse a invenciones de su propio espíritu, producciones humanas que no tienen en sí mismas nada divino ni en su causa, ni en su objeto, ni en el motivo para aceptarlas.

Esto no quiere decir que no haya nada verdadero en sus convicciones, o que no puedan conservar huellas de la Revelación primitiva o posterior. Pero la presencia de esas semina Verbi no basta por sí solas para hacer de sus convicciones un acto de fe divina. Además si Dios quisiera suscitar este acto sobrenatural por su gracia, en la mayoría de los casos se vería impedido por la presencia de múltiples errores y supersticiones a las que estos hombres continúan adheridos.

Frente al subjetivismo y al naturalismo de los liberales, debemos reafirmar hoy el carácter objetivo y sobrenatural de la fe divina que es la fe católica y cristiana. Sólo ella tiene un derecho absoluto e inviolable al respeto y a la libertad religiosa.
II
VATICANO II Y LA CIUDAD CATOLICA


En resumen, la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa es primero contraria al Magisterio constante de la Iglesia. Después, no se sitúa en la línea de los derechos fundamentales definidos por los recientes Papas. Además, acabamos de ver que no tiene ningún fundamento racional o revelado. Para terminar, conviene examinar si se halla de acuerdo con los principios católicos que rigen las relaciones de la ciudad temporal con la religión.

Límites de la libertad religiosa.

Para empezar, Vaticano II precisa que la libertad religiosa debe restringirse a “justos límites” (D. H. 1), “según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo, normas que son requeridas por la tutela eficaz, en favor de todos los ciudadanos (...) la honesta paz pública (...) la debida custodia de la moralidad pública” (D. H. 7). Todo esto es muy razonable, pero deja de lado la cuestión esencial que es la siguiente: ¿Tiene el Estado el deber, y por consiguiente el derecho, de salvaguardar la unidad religiosa de los ciudadanos en la Religión verdadera, y, de proteger a las almas católicas contra el escándalo y la propagación del error religioso, y, por esas solas razones, de limitar el ejercicio de los cultos falsos, hasta prohibirlos si fuere necesario?

Tal es, en efecto, la doctrina de la Iglesia expuesta con fuerza por el Papa Pío IX en la Quanta Cura, en dónde el Pontífice condena la opinión de aquellos que, “contrariamente a la doctrina de la Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no temen afirmar que ‘el mejor gobierno es aquél en el que no se reconoce al poder el oficio de reprimir por la sanción de las penas a los violadores de la Religión católica, más que cuando lo exige la paz pública’ ” (Dz. 1689). El sentido obvio de la expresión “violadores de la Religión católica” es: aquellos que ejercen públicamente un culto distinto del católico, o que, no observan públicamente las leyes de la Iglesia. Pío IX enseña, pues, que el Estado gobierna mejor cuando se reconoce a sí mimo el oficio de reprimir el ejercicio público de los cultos erróneos, por la sola razón de que ellos son erróneos y no solamente para salvaguardar la paz pública; por el solo motivo de que ellos contravienen el orden cristiano y católico de la Ciudad y no solamente porque la paz o la moralidad públicas podrían ser afectadas.

Por eso se debe decir que los “límites” fijados por el Concilio a la libertad religiosa no son más que apariencias engañosas, que ocultan su defecto radical, a saber ya no tener en cuenta la diferencia entre la verdad y el error. Contra toda justicia, se pretende atribuir los mismos derechos a la verdadera Religión y a las falsas, y luego se trata artificialmente de limitar los perjuicios por medio de límites que están lejos de satisfacer las exigencias de la doctrina católica. Compararía fácilmente “los límites” de la libertad religiosa con la barda de seguridad de las autopistas, que sirve para contener las divagaciones de los vehículos cuando los conductores han perdido el control. ¡Sería bueno, cerciorarse antes de todo que estén dispuestos a seguir las leyes de tránsito!

Falsificación del bien común temporal.

Veamos ahora los vicios más fundamentales de la libertad religiosa. En el fondo, la argumentación conciliar se apoya sobre un falso concepto personalista del bien común, reducido a la suma de los intereses particulares o, como se dice, al respeto de los derechos de las personas en detrimento de la obra común que se debe cumplir para la mayor gloria de Dios y el bien de todos. Ya Juan XXIII en la Pacem in Terris tiende a adoptar este punto de vista parcial, y por lo tanto, falso:

“Para el pensamiento contemporáneo, escribe, el bien común reside sobre todo en la salvaguarda de los derechos y de los deberes de la persona humana.”
Ciertamente Pío XII, enfrentado a los totalitarismos contemporáneos, les opuso legítimamente los derechos fundamentales de la persona humana, lo cual no significa que la doctrina católica se límite a eso. De tanto truncar la verdad en un sentido personalista se termina por entrar en el juego del individualismo furioso que los liberales han logrado introducir en la Iglesia. Como lo han destacado Charles de Koninck y Jean Madiran exaltando al individuo no se lucha auténticamente contra el totalitarismo, sino recordando que el verdadero bien común temporal está ordenado positivamente, aunque fuera indirec-tamente, al bien de la Ciudad de Dios en la tierra y en el Cielo. ¡No nos hagamos cómplices de los personalistas en su secularización del derecho!
Concretamente y en otras palabras, el Estado (no hablo de los países no-cristianos), antes de preocuparse por saber si las personas de los musulmanes, de los Krishna y de los Moon son un poco vejados por la ley, debería velar por salvaguardar el alma cristiana del país, que es el elemento esencial del bien común de una Nación aún cristiana.
–Es una cuestión de acentuación, dirán algunos.
–¡No! Se trata de una cuestión fundamental: ¿Es o no una doctrina católica la concepción global de la ciudad católica?
Ruina del derecho público de la Iglesia
Lo peor, diría, de la libertad religiosa del Vaticano II, son sus consecuencias: la rui-na del derecho público de la Iglesia, la muerte del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo y, por último, el indiferentismo religioso de los individuos. La Iglesia, según el Concilio, puede todavía gozar, de hecho, de un reconocimiento especial de parte del Estado, pero Ella no tiene un derecho natural y primordial a este reconocimiento, aún en una nación en su mayoría católica: acabaron con el principio del Estado confesional católico que había hecho la felicidad de las naciones todavía católicas. La más clara aplicación del Concilio fue la supresión de los Estados católicos, su laicización en virtud de los principios del Vaticano II, e incluso, a pedido del Vaticano. Todas esas naciones católicas (España, Colombia, etc.) fueron traicionadas por las misma Santa Sede en aplicación del Concilio. La separación de la Iglesia y del Estado fue proclamada como el “régimen ideal” por el Card. Casaroli y por Juan Pablo II, cuando se hizo la reforma del Concordato italiano.

Por principio, la Iglesia se encuentra reducida al derecho común reconocido por el Estado a todas las religiones; por una impiedad sin nombre, se encuentra en un mismo pie de igualdad con la herejía, la perfidia y la idolatría. Así, su derecho público es radicalmente aniquilado.

En la doctrina y en la práctica, no queda nada de lo que había sido el régimen de las relaciones públicas de la sociedad civil con la Iglesia y las otras religiones, y que puede resumirse con las siguientes palabras: reconocimiento de la verdadera Religión, tolerancia eventual y limitada de las otras religiones. Así, antes del Concilio, el Fuero de los Españoles, carta fundamental de derechos y deberes del ciudadano español, preveía sabiamente en su artículo 6:

“La profesión y práctica de la Religión católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. Nadie será inquietado ni por sus creencias ni en el ejercicio privado de su culto. No se permitirán ni ceremonias ni manifestaciones exteriores, salvo las de la Religión del Estado.”

Esta no-tolerancia muy estricta de los cultos disidentes está perfectamente justificada: por una parte, puede ser impuesta al Estado en base a su cura Religionis y a su deber de proteger a la Iglesia y la fe de sus miembros; por otra parte, la unanimidad religiosa de los ciudadanos en la verdadera fe es un bien precioso e irremplazable que es preciso conservar a toda costa, por lo menos en vista al mismo bien común temporal de una nación católica. Eso es lo que expresaba el esquema sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado redactado para el Concilio por el Card. Ottaviani. Este documento exponía, simplemente, la doctrina católica acerca de esta cuestión, doctrina aplicable integralmente en una nación católica:

“Así pues, de igual manera que el poder civil cree estar en derecho de proteger la moralidad pública, así también, a fin de proteger a los ciudadanos contra las seducciones del error, de guardar la Ciu-dad en la unidad de la fe, que es el bien supremo y la fuente de numerosos beneficios, aún temporales, el poder civil puede, por sí mismo, regular y mode-rar las manifestaciones públicas de los otros cultos y defender a los ciudadanos contra la difusión de las falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, ponen en peligro su eterna salva-ción.”

¡Las confusiones mantenidas revelan la apostasía latente!

El Fuero de los Españoles tolera, como vimos, el ejercicio privado de los cultos erróneos, pero no tolera sus manifestaciones públicas. He aquí una distinción muy clásica que Dignitatis Humanæ se negó a aplicar. El Concilio definió la libertad religiosa como un derecho de la persona en materia religiosa, “en privado como en público, sólo o asociado con otros” (D. H. 2). Y, el documento conciliar justificaba este rechazo de toda distinción: “La misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de la religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria” (D. H. 3).

Sin duda alguna, la religión es un conjunto de actos no sólo interiores del alma (devoción, oración) sino también exteriores (adoración, sacrificio), y no solamente privados (oración familiar) sino también públicos (oficios religiosos en los edificios de culto, digamos en las iglesias, procesiones, peregrinaciones, etc.). Pero el problema no es éste. Lo que importa saber es de qué religión se trata: si es la verdadera o si es la falsa. En cuanto a la verdadera Religión ella tiene el derecho de ejercer todos los actos mencionados “con una prudente libertad”, como dice León XIII, es decir dentro de los límites del orden público, no de manera intempestiva.

Pero los actos de los cultos erróneos deben diferenciarse los unos de los otros de una manera cuidadosa. Los actos puramente internos escapan, por su misma naturaleza a todo poder humano. En cambio, los actos privados externos a veces pueden ser sometidos a la reglamentación de un Estado católico si estos perturbasen el orden público, por ejemplo, las reuniones de oración de no-católicos en departamentos privados. Por último, los actos cultuales públicos caen de suyo bajo el peso de las leyes que tienden en dado caso a prohibir toda publicidad a los cultos erróneos. Pero, ¿cómo podía el Concilio aceptar el hacer estas distinciones ya que, desde el vamos, rechazaba el distinguir la verdadera Religión de las falsas, entre Estado católico, Estado confesional no católico, Estado comunista, Estado pluralista, etc? Por el contrario, el esquema del Card. Ottaviani no dejaba de hacer todas estas distinciones absolutamente indispensables. Pero precisamente, y allí se ve la futilidad y la impiedad del designio conciliar, Vaticano II quiso definir un derecho que pudiera convenir a todos los casos, independientemente de la verdad. Es lo que habían pedido los masones. Había allí una apostasía latente de la Verdad que es Nuestro Señor Jesucristo.

Muerte del Reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.

Ahora bien, si el Estado ya no reconoce su deber especial respecto a la verdadera Religión del verdadero Dios, el bien común de la sociedad civil ya no está ordenado a la ciudad celestial de los bienaventurados, y la Ciudad de Dios sobre la tierra, es decir la Iglesia, se encuentra privada de su influencia benéfica y única sobre toda la vida pública. Quiérase o no, la vida social se organiza fuera de la verdad y de la ley divina. La sociedad se vuelve atea. Es la muerte del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.

Es, por cierto, lo que hizo Vaticano II, cuando Mons. de Smedt, relator del esquema sobre la libertad religiosa, afirmó tres veces: “El Estado no es una autoridad competente para hacer un juicio de verdad o falsedad en materia religiosa.” ¡Qué declaración tan monstruosa la de afirmar que Nuestro Señor no tiene más el derecho de reinar, de reinar sólo, de impregnar todas las leyes civiles con la ley del Evangelio! Cuántas veces Pío XII condenó semejante positivismo jurídico, que pretendía que se de-be separar el orden jurídico del orden moral porque no se podría expresar en términos jurídicos la distinción entre la verdadera y las falsas religiones. ¡Volved a leer el Fuero de los Españoles!

Más aún, por colmo de impiedad, el Concilio quiso que el Estado, liberado de sus deberes para con Dios, llegue a ser, de ahora en más, el garante de que “no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda la actividad humana” (D. H. 4). Vaticano II, entonces, invita a Nuestro Señor a venir a organizar y a vivificar la sociedad junto con Lutero, Mahoma y Buda. Es lo que Juan Pablo II quiso realizar en Asís, proyecto impío y blasfemo.

En otro tiempo, la unión entre la Iglesia y el Estado católico tuvo como fruto la Ciudad católica, realización perfecta del reino social de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy, la Iglesia del Vaticano II, desposada con el Estado que quiere que sea ateo, engendrar de esa unión adúltera, da a luz la sociedad pluralista, la Babel de las religiones, la Ciudad indiferentista, objeto de todos los deseos de la Francmasonería.

El reinado del indiferentismo religioso.

Se dice: “¡A cada uno su religión!”, o aún, “¡La Religión Católica es buena para los católicos, pero la musulmana es buena para los musulmanes!” Esa es la divisa de los ciudadanos de la Ciudad indiferentista. ¿Cómo queréis que piensen de otra manera cuando la Iglesia del Vaticano II les enseña que las otras religiones “de ninguna manera están desprovistas de sentido y valor en el misterio de la salvación”. ¿Cómo queréis que piensen de otra manera respecto a las otras religiones, cuando el Estado les concede a todas la misma libertad? La libertad religiosa engendra necesariamente al indiferentismo de los individuos. Ya Pío IX condenaba en el Syllabus la siguiente proposición:

“Es falso que la libertad civil de cualquier culto, así como la plena potestad concedida a todos de manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la peste del indiferentismo.”

Es lo que nosotros vivimos: después de la Declaración sobre la libertad religiosa, la mayoría de los católicos están convencidos que “los hombres pueden encontrar el camino de la salvación eterna y obtenerla en el culto de cualquier religión”. Aquí también el plan de los francmasones se cumplió; han logrado, por un Concilio de la Iglesia católica “acreditar el gran error del tiempo presente, que consiste en (...) poner en un mismo pie de igualdad todas las formas religiosas”.

Todos los Padres conciliares que dieron su voto a la Dignitatis Humanæ y que proclamaron con Paulo VI la libertad religiosa, ¿se dieron cuenta de que, de hecho quitaron el cetro a Nuestro Señor Jesucristo, arrancándole la corona de su realeza social? ¿Advirtieron que, concretamente, ellos destronaron a Nuestro Señor Jesucristo del Trono de su Divinidad? ¿Han comprendido que, haciéndose eco de las naciones apóstatas, hacían subir hasta Su Trono estas execrables blasfemias: “¡No queremos que El reine sobre nosotros!” (Luc. 19, 14); “¡No tenemos más rey que al César!” (Juan 19, 15)?

Pero El, riéndose, del murmullo confuso que subía desde esta asamblea de insensatos, les retiró Su Espíritu.

 fonte: http://devocioncatolica.blogspot.com