terça-feira, 25 de março de 2014

Willigis Jäger: El Amor es la quintaesencia de mi vida

 
El 7 de marzo del 2010 cumplí 85 años. ¿Cuál es la quintaesencia de mi vida? Desde mi infancia he buscado el Fondo originario detrás de todas las palabras, formulaciones y declaraciones teológicas, ese Fondo al que los cristianos llamamos Dios.
A los seis años salí por primera vez de la limitación racional. Entonces no supe lo que me pasaba, pero esa experiencia me dio la seguridad de que detrás de todas las palabras me espera un amor absoluto. Fui un niño normal. No en vano me dieron el apodo “f y f” – “frech und fromm”, “pillo y devoto”. Pasé una niñez maravillosa con mis seis hermanos. Pero el anhelo hacia ese Fondo originario, del que tan pronto percibí una idea, no me soltó más, ni siquiera en la adolescencia. Fui un buscador apasionado. Ya en la juventud mi oración se asemejaba a un abrirse amoroso a ese Fondo originario divino.
Tampoco en el tiempo que como soldado tuve que pasar en la guerra me abandonó ese anhelo. Gracias a Dios nunca tuve que disparar. Ese anhelo hizo que después de la guerra entrara en el monasterio. Allí esperaba encontrar la realización de mi anhelo.
Como todos mis compañeros de la Orden recibí una formación espiritual de seis años en filosofía y teología. Pero la teología no me trajo la realización de lo que anhelaba. En aquel tiempo la lectura de los libros de Friedrich Schleiermacher me interesaba más que las clases de teología, igualmente Friedrich Nietzsche, cuya experiencia mística en la roca de Surley me impresionó profundamente. De Arthur Schopenhauer me interesaba más su experiencia mística que su interpretación pesimista del mundo. Me impresionó en especial una experiencia suya y me sentí reflejado en ella:
“Pero yo digo, en este mundo temporal, sensual y comprensible, hay personalidad y causalidad, sí, son incluso necesarias. –Pero una consciencia superior en mí me alza a un mundo en el que ya no hay ni personalidad ni causalidad, ni sujeto ni objeto.” Entonces él intenta describir el mundo como se muestra a esa “consciencia superior”: “Tranquilo y sonriente vuelve la mirada hacia los espejismos de este mundo que una vez fueron capaces de conmover y atormentar su ánimo, pero que ahora le resultan tan indiferentes como las piezas de ajedrez después de terminada la partida, o por la mañana los disfraces tirados cuyas figuras nos gastaron bromas y nos inquietaron en la noche de carnaval. La vida y sus formas flotan ante él como un fenómeno pasajero, como ante el que está medio despierto flota el ligero sueño matutino a través del cual brilla ya la realidad y que no puede así engañarle.”
Siempre busqué con gran pasión lo inconcebible de lo divino, lo que estaba detrás de todas las afirmaciones teológicas. Todo lo que la teología y la metafísica ofrecían eran sólo indicaciones hacia un Fondo originario mentalmente inconcebible. La pregunta central que me guiaba era siempre: ¿Cuál es el significado de estos cuantos decenios, en los que voy de un lado para otro sobre esta mota de polvo insignificante en medio de este universo ilimitado? Mientras el ser humano no encuentre respuesta a esta pregunta, filosofamos y teologizamos en un espacio hipotético.
Sólo una experiencia en el campo de la consciencia transpersonal me dio una respuesta satisfactoria a ello: Aquí y ahora, en este tiempo limitado, soy una manifestación única, incomparable e inconfundible de ese Fondo originario que he experimentado y experimento como amor. Ese Fondo originario, al que hemos dado nombres como Divinidad, Vacío o Brahma, se festeja a sí mismo, se celebra a sí mismo como esta forma que yo soy. Únicamente en ello encuentro el significado de mi existencia. Y por eso doy un sí absoluto a este tiempo de mi vida, estando completamente convencido que la vida continúa. ¿En qué forma de existencia?, no lo sé.
Mi decisión de ir al convento fue todo menos huir del mundo, más bien fue la forma más radical de un amor apasionado. Ese amor incluye a todos y a todo, y salva a todo el mundo con su benevolencia. Durante mis estudios encontré en la biblioteca los escritos de Teresa de Ávila, Juan de la Cruz y las de un místico inglés, cuyo nombre no conocemos, que nos ha dejado “La nube del no-saber” y “El libro de la orientación particular”. El autor aconseja dirigir la mente hacia una palabra-guía o un foco, tales como, Dios o Amor.
Se trata de usar esa palabra como lanza y foco para entrar en capas más profundas del alma. Aconseja parar de pensar en Dios para enterrar el entendimiento, la memoria y los sentimientos bajo la nube del olvido. En esa palabra-guía se recoge la consciencia y actúa como un compás que lleva la dirección en la oscuridad.
También el místico Juan de la Cruz fue un maestro importante que dejó tras de sí toda imagen e idea intelectual de Dios. La palabra “Dios”, que saqué como foco de “La nube del no-saber”, se unió a mí de forma muy natural con la respiración.
Seguí unos años por este camino y de repente llegué a una experiencia profunda, que en occidente llamamos experiencia mística. Ésta me condujo más allá del concepto “Dios”. Esta experiencia no se diferenció en nada de la que hice más tarde en el camino del Zen, y que mi maestro Yamada Kôun Roshi me confirmó como kensho.
Hay un nivel humano-general, independiente del origen, sexo y confesión. Es el nivel que en todas las experiencias espirituales lleva a la no-dualidad transpersonal del Ser, que en el Zen se llama Vacío. El Zen tiene la ventaja sobre los demás caminos espirituales de ser radical y absoluto. Pero la profundidad de la experiencia es la misma en cada persona que irrumpe en ella, la misma que Teresa de Ávila muestra en las “Moradas Séptimas” de la descripción de su vida: “Es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo.”
Después de la ordenación sacerdotal llevé durante dos decenios una vida pastoral muy activa. Trabajé siete años como profesor de Instituto de Bachillerato y como monitor de jóvenes en un internado. A continuación trabajé en las obras eclesiales para la ayuda al desarrollo Missio y Misereor y cuatro años en la Sede de la Juventud Católica de Düsseldorf. Aún con toda mi actividad sentí como interiormente cada vez estaba más vacío y así empecé a ir de nuevo por el camino descrito anteriormente.
A pesar de la actividad pastoral, que me llevaba mucho tiempo, empecé con la práctica contemplativa cada mañana de seis a siete y media y entonces volvió la experiencia. Poco a poco apareció de nuevo lo que en el Budismo se denomina samadhi, o lo que Teresa de Ávila llama oración de quietud. Es la experiencia del Fondo originario permanente que juega un papel fundamental en todas las decisiones.
En 1971 asistí a un cursillo de Zen del Padre E. Lassalle que se impartió en mi convento de Münsterschwarzach. Entraba por primera vez en contacto con el Zen, e inmediatamente vi claro que ese era el camino que tenía que seguir y que me llevaría a mi profundidad y con ello al Fondo originario divino de todo ser.
Empecé de nuevo a sentarme en silencio con regularidad y pronto percibí que iba por la pista correcta. Dos sesshin con Brigitte D’Ortschy Roshi me enseñaron que sólo una gran decisión y una última consecuencia podían proporcionarme una apertura nueva. Cuando mi Orden me ofreció la posibilidad de ir a Japón, a fundar un nuevo monasterio, vi en ello la providencia divina. Dejé mi trabajo de Missio en su punto culminante, bajo la incomprensión de muchos de mis amigos, para vivir en una comunidad benedictina nueva de Kamakura y practicar Zen con Yamada Kôun Roshi, al que había conocido en 1971 en Múnich. ¿Casualidad o destino?, el monasterio debía ser fundado en la misma ciudad que Yamada Kôun Roshi tenía su centro.
Practiqué tres años con el “Mu”, como lo indica la práctica Zen. Este ejercicio apenas se diferenciaba de mi ejercicio anterior con la palabra “Dios”. Pero esta vez tenía un guía experto que me libraba de algunos rodeos. Poco a poco volvieron mis experiencias profundas anteriores. Con cada sesshin sentí el progreso. Era como el abrirse vacilante y paulatino de una flor, hasta que una noche después de un sesshin desperté y los últimos pétalos de la flor se abrieron de golpe como impulsados por una fuerza interior. Sólo había Vacío, la “Nada, Nada, Nada…” de Juan de la Cruz. Del Vacío brotaba el momento: sólo esta respiración, y al ponerme en pie, sólo este paso. Yamada Roshi reconoció esta experiencia como kensho.
Cuando después de unos días me senté a articular lo que había experimentado, escribí algunas palabras: amor, vacío, plenitud, unidad, felicidad. Cuando más tarde leí estas palabras, estaba conmovido. Si alguien cualquiera me hubiese preguntado ¿Qué entiendes tú por “Dios”?, le hubiera contestado en terminología occidental: “lo que llamamos Dios es el Vacío absoluto, que se muestra como amor, plenitud, unidad y felicidad absolutos”. Eso es lo que había experimentado.
Cada día practicaba de seis a ocho horas Za-Zen, trabajaba dos horas en el área del templo y escribía un libro durante algunas horas. También pasé seis meses en una ermita aislado. Mi visión del mundo y mi comprensión cristiana habían cambiado. Me percibía completamente dispuesto al Fondo originario del ser divino, al que ahora prefería llamar Vacío y Nada. Estaba libre de todas las ideas sobre ese Fondo originario. Permanecer en la quietud absoluta, en samadhi, no me parecía ni lujo ni pasatiempo, sino una fuerza transformadora que sirve a toda la humanidad. El caminar consciente me llevaba al aquí y ahora y a la certeza de que el sentido de la vida sólo se encuentra en el momento presente.
¿Cuál es entonces ese nivel de nuestro ser humano? Con Juan de la Cruz puedo responder: “Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa y no la causa por los efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial”.
Traducido al lenguaje del Zen sería: “Reconocer la forma a través del Vacío y no a través de la forma el Vacío” En otro lugar Juan dice: “Porque el alma en ese estado se une y siente con Dios, como todas las cosas son Dios.” Todas las cosas son Vacío y forma. Como seres humanos estamos siempre a ese nivel pero nuestro yo nos lo tapa. Me sorprendió como el lenguaje de Juan de la Cruz y del Maestro Eckhart expresan la misma experiencia que el Zen. El Maestro Eckhart dice: “Cuando yo llego al Fondo y al Lecho, al Riachuelo y a la Fuente de la Deidad, nadie me pregunta de dónde vengo, ni dónde he estado. Allí, nadie se ha percatado de mi ausencia, pues es allí donde “Dios” desaparece.” Pero como el entendimiento no lo comprende, el Maestro Eckhart sigue: “Si alguien ha comprendido este sermón, lo celebro por él. Si no hubiese habido nadie aquí, tendría que haberlo predicado a este cepillo de las ofrendas.” Y este conocimiento me volvió a la vida a impartir cursillos.
El amor que no puede excluir a nadie ni nada es la fuerza motriz en el camino, que forzosamente también tiene que llevar por la duda y el sufrimiento, hasta que al fin hemos llegado. La “noche oscura” de Juan de la Cruz informa de la necesidad de una experiencia de crisis que retire toda la seguridad y el autoengaño, que nos vacíe y abra a la entrega y amor absolutos. En el caos se halla la fuerza ordenadora para lo nuevo. La flor de loto crece del barro. Ambas cosas son inseparables. Del sufrimiento muchas veces crece lo nuevo.
En este camino también aprendí a tratar mis emociones. La cólera, que nos quiere poseer como un huracán, no es reprimida sino simplemente percibida y experimentada como “mi cólera”, que no tiene nada que ver con él que la provoca. Entonces la cólera recibe otra cualidad y podemos reconocer el verdadero motivo sin ser dominados por ella. Algo semejante es la aceptación del sufrimiento que no se puede evitar. Si conseguimos aceptar lo doloroso, al final se transforma en serenidad y sabiduría.
Practiqué el volver siempre a mi respiración en situaciones difíciles. Cuando en el trabajo estaba con prisas, siempre me concedía unos minutos de tranquilidad y relajación. Esto no es una pérdida de tiempo sino, más bien, concentración de fuerzas para el trabajo que nos espera.
Una experiencia cercana a la muerte dio a mi vida un acento decisivo. Mi corazón se paró un tiempo debido a la intolerancia de un medicamento. De repente me encontré en un nivel nuevo de experiencia. Aquí ya no había un yo, únicamente amor, estar completamente acogido y unidad. Cuando volvió mi yo, quise volver a toda costa a esa unidad amorosa y estaba dispuesto a morir. Pero un amoroso, benevolente y alegre ser en frente de mí me aclaró: “No puedes querer, tienes que esperar hasta ser llamado.” Durante dos días permanecí en esa unidad y amor racionalmente incomprensibles. Desde entonces ha desaparecido mi miedo a la muerte. No se me informó como será después de la muerte. Pero algo me quedó claro: la vida no acaba nunca. Con esa seguridad escribí el libro “La vida no termina nunca” y grabé el CD “La muerte no existe”.
Después de esa experiencia me quedó la certeza: cuando muera volveré a ese amor infinito, sin ninguna limitación del yo. Y ese amor es el Fondo originario de todo ser. Nuestro yo, con todas sus costras y cuños egoístas, lo tapa continuamente. Entendí que como personas no avanzaremos si no conseguimos crecer en ese nivel de la experiencia del amor incondicional.
Esa experiencia no se consigue con la voluntad o la acción, sino únicamente entrando en nuestro siempre presente Ser auténtico, que significa lo mismo que Amor. Ello se celebra a sí mismo como lo que somos. A fin de cuentas no se nos pide más que un sí al momento presente de esta vida que vivimos.
Esa experiencia significa un sí al cuerpo, que en el ascetismo cristiano muchas veces se humilló y despreció. La verdadera vida se traspasó a una existencia después de la muerte. Pero ese Fondo originario Amor se celebra como lo que somos en este momento. Con esta experiencia este par de decenios de vida reciben su verdadero sentido. Cada momento es una manifestación, un rito en el que ese Fondo originario racionalmente incomprensible se celebra a sí mismo.
La vejez nos ofrece la última posibilidad para nuestro proceso de maduración humano. Es la última etapa y por ello una fase decisiva en la vida, una ocasión de crecer una vez más, de madurar y abrazar todo con amor. Todavía estamos deviniendo. Se trata de consumar nuestro nacimiento. Ese tiempo es sobre todo un camino hacia dentro. El papel que he tenido como persona – como profesor, sacerdote, ponente, escritor, Maestro Zen – se hace relativo. Como figura de juego del jugador grandioso “Dios” pronto seré sacado del tablero. La vida no termina nunca. Yo suelto creyendo en la promesa de Jesús, que en casa del Padre hay muchas moradas. No sé si puedo llevar algo de esta estructura personal. Tampoco es importante. En este universo hay miles de millones de posibilidades de existencia. Y seguro que también hay miles de millones de posibilidades de transformación. De momento nadie se puede imaginar que de una crisálida poco vistosa se haga una mariposa espléndida. ¿Por qué no podría traer una resurrección algo completamente nuevo? La vida no termina nunca.
El Amor es la quintaesencia de mi vida, a la que paso revista lleno de agradecimiento. Pero no es el amor del “te amo” y “me amas”. Es el Amor que no excluye al asesino y al criminal. Deleite, ternura y sensación de bienestar son sólo sucesos que señalan hacia un nivel de experiencia mucho más amplio. Ese nivel es como el océano al que siempre puedo volver de nuevo. Aquí me siento en casa, aún cuando como ola me quieran acometer los problemas, la duda, el enfado y el miedo. Es mi lugar de refugio y punto de partida. No necesito buscarle, simplemente miro hacia dentro. En ese Fondo originario siempre estoy en casa. Allí el miedo y la duda me abandonan. Es el lugar que el maestro Eckhart ha descrito tan maravillosamente. Por eso quiero citarle de nuevo como final: “Cuando yo llego al Fondo y al Lecho, al Riachuelo y a la Fuente de la Deidad, nadie me pregunta de dónde vengo, ni dónde he estado. Allí, nadie se ha percatado de mi ausencia, pues es allí donde ‘Dios’ desaparece.” De ahí recibe la vida su último sentido.