segunda-feira, 24 de fevereiro de 2014

El cristiano católico aprecia especialmente lo sagrado. Busca, procura, construye, conserva, defiende, venera todas las sacralidades cristianas, sacramentos, ministros, templos, fiestas religiosas.

La Iglesia es sagrada
Por P. José María Iraburu
P. José María Iraburu
–Sagrado, secular, secularización, secularismo… Todo eso se discutió hace años, pero ya no es una cuestión actual.
–Es una cuestión muy actual, porque influye mucho en la vida de la Iglesia, aunque se hable y escriba menos de ella.
La Iglesia, que en la sagrada Eucaristía tiene su «centro» vivificante (Vat. II, CD 30f), es sagrada en sus Escrituras, en sus Pastores y sacramentos, en su pueblo de bautizados y en sus ministros sagrados, en sus templos, etc. Toda la Iglesia es, como veremos, «un sacramento», una realidad sagrada constituida por Dios entre los pueblos.
En la obra Sacralidad y secularización he estudiado más ampliamente esta cuestión. Allí pueden verse más completas las referencias bibliográficas que aquí doy abreviadas (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 3ª ed.). (( http://www.gratisdate.org/nuevas/sacralidad/default.htm ))
Fieles adorando en un templo católico
 
El Sacrosanctum Concilium Vaticano II, XXI Ecuménico, usó con toda precisión y frecuencia la terminología de lo sagrado, como su propio nombre de Sacro-sanctum lo indica, fiel a la Tradición y al Magisterio apostólico. La orientación desacralizante de la teología de la secularización, y la alergia contra la terminología de lo sagrado, es postconciliar –y en cierto grado tambiénpreconciliar–, pero en modo alguno puede considerarse conciliar. En la constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, se usa con gran frecuencia, y también en otros documentos importantes del Vaticano II. Recordaré sólo la constitución dogmática sobre la Iglesia.
En la constitución Lumen gentium el adjetivo sagrado-sacer se aplica a diversas criaturas intraeclesiales. El sagrado Concilio (1a, 18b, 20c, 54a, 67), la sagrada Escritura (14a, 15, 24a, 55), la sagrada liturgia (50d), y también son calificados de sagrados el culto (50d), el bautismo (42a), la unción (7b), la eucaristía (11b), la asamblea eucarística (15, 33b), la comunión (11a), la comunidad cristiana sacerdotal (11a). También se califica de sagrado todo lo referente al sacerdocio presbiteral: así el orden (11b, 20c, 26c, 28a, 31ab), el ministerio (13c, 21b, 31b, 32d), los ministros (32c, 35d), la potestad sacerdotal (10b, 18a), el oficio presbiteral (28a, 35d); y lo mismo la condición de los Obispos, pastores sagrados (30, 37abc), el carácter (21b), el ministerio (26a), la potestad (27a), el oficio (37a), el derecho de regir (27a).
El substantivo consagración-consecratio se dice de los religiosos (44a, 46b), y cuatro veces de los obispos (21b, 22a, 28a). El verbo consagrar-consecrari se aplica a los bautizados (10a), a los religiosos (44a, 45c) y a la consagración del mundo (34b). El verbo sacrare se dice del obispo (20c), del bautizado (44a), de la integridad virginal de María (57).
Un uso análogo encontramos en los demás documentos conciliares. Sin embargo, después de varios decenios de profunda secularización del cristianismo, habiendo sido eficazmente prohibida esa terminología, ya casi ni recordamos la gran frecuencia con que se empleaba todavía en el Concilio Vaticano II. Por ejemplo: «En el sagrado rito de la ordenación el Obispo amonesta a los presbíteros que sean “maduros en la ciencia”… Pero la ciencia del ministro sagrado debe sersagrada, porque se toma de fuente sagrada y se ordena a un fin sagrado. Así, pues, sácase primeramente de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura», etc. (PO 19a). Hoy, sin embargo, muy pocos sacerdotes serán los que se entiendan a sí mismos como «ministros sagrados» del Señor, al servicio del culto divino y de la santificación de los hombres. Asimilando en el vocabulario un rasgo protestante, no se habla ya tanto de sacerdotes, como de pastores
Fieles en la santa misa
—La teología de lo sagrado, fundamentada en la Sagrada Escritura y en la tradición patrística, magisterial y litúrgica, da una definición precisa de esa realidad cristiana tan importante. Sagrada es aquella criatura especialmente elegida y consagrada, dedicada y potenciada por Dios y por la Iglesia, para glorificar a Dios y santificar a los hombres. Sagrada es aquella criatura que especialmente manifiesta y comunica al mismo Dios. Vayamos por partes.
Lo sagrado es siempre criatura. En primer lugar, la humanidad de Cristo es sagrada, y es fuente de toda sacralidad cristiana. Sólo en Él coinciden lo Santo y lo Sagrado. Y en su Iglesia, «sacramento universal de salvación», son sagradas aquellas criaturas –personas, cosas, lugares, tiempos– que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido elegidas por el Santo para obrar especialmente por ellas la santificación.
Dios llama especialmente a la santidad a quienes ha consagrado especialmente. Pero santidad y sacralidad son distintas(hágios y hierós). Un ministro sagrado, por ejemplo, está especialmente llamado a la santidad (Vat. II, PO 12). Si un sacerdote es pecador, no es santo, pero sigue siendo un ministro sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son exclusivas. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las co­sas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagra­das. El cosmos, concretamente, no es sagrado para los cristianos, aunque sea tan grandioso; a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.
Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir especialmente a unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin media­ciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia ciertas criaturas a su causalidad santificante. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, concilios, templos, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privile­giados para el encuentro con El.
Es el Señor quien constituye lo sagrado, pero normalmente lo hace con la Iglesia. No olvidemos que «Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia» (Vat. II, SC 7) en sus acciones doxológicas y soteriológicas; por ejemplo, en una sagrada ordenación sacerdotal, en la consagración de un templo o de una virgen cristiana, etc.
Lo sagrado cristiano es siempre visible: templos, hombres, Escrituras y libros, ritos, lugares.Es la economía propia de los sacramentos, que son signos visibles, realizados por hombres, de acciones invisibles de la gracia de Dios. Surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse a los hombres de modo manifiesto y sensible –patente, se entiende, para los creyen­tes, para quienes tienen la fe–. Así Dios se acomoda al hombre y lo dignifica grandiosamente. En este sentido, el funda­mento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra expe­riencia de Dios. Como bien señala Jean-Paul Audet, lugares, ritos, tem­plos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inme­diata» (Le sacré et le profane: leur situation en christianisme). Ya sabemos, pues, por eso que toda estructura sacral –también el Evangelio y la Eucaristía–se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28; cf. Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.
De dos maneras se comunica Dios a los hombres y los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción in­visible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas mane­ras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a).
Consagrado-consecratus y dedicado-dedicatus, o dicatus, son sinónimos en la tradición patrística y litúrgica, al menos en las sacralidades más intensas. Un cáliz queda consagrado y dedicado al culto eucarístico: no se le puede dar ningún otro uso. En el Ritual de la consagración y dedicación de un templo o de unas vírgenes, consecratio y dedicatio-dicatio, son equivalentes, aunque en este caso el sentido puede ser menos estricto: un templo, excepcionalmente, puede ser usado como auditorio para un concierto musical o como albergue para refugiados de un desastre; puede una virgen consagrada ser telefonista, enfermera, etc. Hay aquí una gama tan variada de matices, que no es posible describirla, y que la virtud de la prudencia debe discernir en cada caso.
Hay grados en la sacralidad. Aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sa­grado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santifi­car; es decir, en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habi­tualmente esa calificación para las criaturas más intensamente sa­gradas.
Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o de la «sagrada agricultura»: son personas y trabajos santificados por el Espí­ritu Santo. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente del concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de «ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la consagración primera de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo consecrati» (PO 12a), ya que el Señor les ha elegido, consagrado y enviado para santificar, concediéndoles una «peculiar consagración» (LG 44a; PC 1c; 5a). Y así también, de modo semejante, la Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el concilio, los cánones, el templo, la liturgia, etc. Por ejemplo, todos los días del año son, han de ser, santos y sagrados; pero el domingo es el Día del Señor, es un día sagrado, especialmente dedicado al culto de Dios y a la santificación de los hombres. No «da lo mismo» en la vida cristiana que sea domingo o miércoles.
Lo sagrado sana y levanta lo secular. Lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza; mientras que, por el contrario, la secularización desacralizante las rebaja en un movimiento descendente.
Cuando la eucaristía, por ejemplo, se celebra en formas sagradas de belleza, la comida familiar, consecuentemente, es también elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). O por el contrario, si la eucaris­tía se celebra como una comida ordinaria, entonces los laicos comen en sus casas igual que si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sa­grado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano.
El sagrado-cristiano es de unión, no de separación. Nada tiene que ver con el sagrado-tabú, porque no es de separación, sino de mayor unión. Por eso la distinción externa de las personas y cosas sagradas mediante ciertos sig­nos sensibles –el hábito, por ejemplo, y otros signos–, lejos de estar destinada a causar separación, ha de ocasionar una mayor unión. En efecto, el pan eucarístico no lo toca cualquiera, por supuesto, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos, no para que no lo toquen. El templo es sagrado, y tiene una forma visible peculiar, distinta de las casas corrientes; pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, debe ser indentificable incluso exterioremente, y puede ser abordado por cualquiera, mien­tras que un laico no tiene por qué ser tan identificable y asequible a todos. Es evidente: las sacralidades cristianas no son de separación, sino de unión.
—La espiritualidad de lo sagrado está en el centro de la vida cristiana, que es siempre bautismal y eucarística. No olvidemos la enseñanza insistente del sagrado Concilio Vaticano II, que ve precisamente la sagrada Eucaristía como «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» personal y comunitaria (LG 11; CD 30; PO 5;6; UR 6). Señalo, pues, las notas propias de la espiritualidad cristiana de lo sagrado.
El amor a lo sagrado es algo esencial en la vida espiritual cristiana. Nunca un cristiano fiel ignora ni menosprecia el or­den sacral dispuesto por el Señor con todo amor, sino que se aden­tra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, y sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. Los alejados, prácticamente, dejan de vivir la vida cristiana.
Los santos han mostrado siempre un amor hu­milde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, los sacerdotes, las campanas, los objetos de culto, cálices y corporales, todo lo relacionado con la sagrada Eucaris­tia o con la sagrada Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). El, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decia así sencilla­mente: “Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo”».
Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a lo sagrado sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, mire a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales; y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).
El cristiano verdadero es practicante, por supuesto: busca asi­duamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escri­tura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacra­mentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio apostólico, en el do­mingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales, como el agua bendita (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin,busca al Santo en lo sagrado, no exclusiva­mente, pero sí principalmente. Lo busca en lo sagrado, porque allí es donde el Señor ha que­rido manifes­tarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Este es un rasgo constitutivo de la espiritua­lidad católica.
No es católico el cristiano no-practicante, que se distancia de las sacralidades de la Iglesia. Es pelagiano, o al menos voluntarista, y por eso no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propia esfuerzo personal.
El pelagiano no busca tanto ser santificado por Cristo, como santificar-se él mismo según sus fuerzas, modos y mane­ras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santifi­cación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes especialmente a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido para ello. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto y devoción? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»… El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser. El orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso o se aleja de lo sagrado o lo usa arbi­trariamente, sólo si coincide con su inclinación, o si puede adaptarlo a sus gus­tos y criterios.
El cristiano católico aprecia especialmente lo sagrado. Busca, procura, construye, conserva, defiende, venera todas las sacralidades cristianas, sacramentos, ministros, templos, fiestas religiosas. Quien conoce, reconoce y ama lo sagrado, lo procura: re­para, por ejemplo, o construye un templo, tiene agua bendita en su casa, borda unos ornamentos para el culto, etc. En igualdad de condiciones, prefiere que la Misa sea celebrada en un templo consagrado que en una sala ordinaria. Prefiere escuchar la predicación de un Obispo, presbítero o diácono, a la de un laico –en igualdad de condiciones–, porque sabe que el Señor, por el Orden sagrado, potencia precisamente a los que han sido ordenados sacramentalmente para el ministerio de la Palabra divina (Vat. II, CD 12-13; PO 2;4). Vive el Año litúrgico con gran intensidad. Para él no es lo mismo estar en domingo o en miércoles. Prefiere, por ejemplo, intensificar en Cuaresma sus penitencias personales, pues espera en ese tiempo «de gracia y penitencia» recibir de Dios especiales ayudas de su gracia. Todo esto, insisto, no tiene sentido alguno para el cristiano pelagiano, que en las cosas de la gracia divina no distingue un toro de una vaca.
—La Iglesia configura lo sagrado mediante una disciplina especial.Siendo las formas concretas de lo sagrado una importantísima expresión colectiva y pedagógica del misterio de la fe, fácilmente se comprende el derecho y el deber que los Pastores sagrados, y especialmente el Papa, tienen de configurar lo sagrado, es­tableciendo unos usos, o aprobando al menos ciertas costumbres. Son los Sucesores de los Apóstoles, presididos por el Papa, quienes tienen autori­dad para cuidar la manifestación visible del Invisible. La Iglesia, efectivamente, que custodia la fe y la transmite, ha de velar con autoridad apostólica por la configuración concreta de lo sagrado: imágenes, templos, vida sacerdotal, vida religiosa, cantos, ritos. Por eso «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC 22). Y hay en los fieles, claro está, una obligación correspondiente de obedecer las normas litúrgicas de la Iglesia.
Veamos, a modo de ejemplo, esta cuestión en la liturgia, y apliquemos los mismos principios,mutatis mutandis, a la configuración de lo sagrado en todas sus realidades específicas, personas o lugares, fiestas o ritos:
1.-Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. No admite, pues, una creatividad arbitraria y cambiante. El lenguaje es vehículo de comunicación inteligible siempre que respete las reglas socia­les de su estructura. Tiene el lenguaje, evidentemente, un desarrollo en la historia. Pero si es un lenguaje improvisado, arbitrario, individualista, no establece comunica­ción, como no sea entre un grupo de iniciados.
2.-Por eso mismo, el rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradi­cional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan. Así es como se favorece en el corazón de los fieles –sursum corda– la elevación –habemus ad Dominum–, sin las distracciones normalmente ocasionadas por la rareza de lo no acos­tumbrado. Así es como se celebra comunitariamente el memorial cíclico de los grandes sucesos salvíficos, que de este modo permanecen de generación en generación siempre actuales.
3.-El ministro sagrado, realizando en la obediencia los ritos sagrados, se oculta humildemente en su sagrado ministerio; desaparece, cuando realiza fielmente su misión cultual y santificadora. El ministro sagrado recibe de Dios la sublime función de mani­festar al Santo, de re-presentarle. Pero si no guarda las normas de la Iglesia, si cae en la arbitraria expresión individual, subjetiva, a-ritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí mismo la atención de los hombres. Y así quebranta gravemente la estruc­tura misma del ministerio sagrado y del rito litúrgico, y en cierto modo los destruye.
La ideología secularizante, agrediendo a lo sagrado, arruina la Iglesia, que es sagrada. De ello trataré en el próximo artículo, Dios mediante. La pérdida o la grave disminución del sentido de lo sagrado es causa muy suficiente para explicar la ausencia de vocaciones sacerdotales y religiosas, el distanciamiento masivo de la Misa dominical, la devaluación de la Iglesia como sacramento necesario para la salvación del mundo, la paralización de las misiones, etc. No hace falta discurrir mucho para saber qué es lo que acrecienta a la Iglesia, y qué lo que la arruina.
Reforma o apostasía.
José María Iraburu, sacerdote