quarta-feira, 26 de maio de 2010

La ley de Cristo –VI. los Apóstoles.

 

–Se ve que los Apóstoles eran muy conscientes de su autoridad pastoral.
–Y sabían que si no la ejercitaban, las ovejas se perdían y el rebaño se dispersaba.
Recordemos la norma que Cristo da a sus apóstoles. Les manda que, según los casos, 1.–corrijan a los cristianos encomendados a su cuidado, o que 2.–los excomulguen, cuando en ellos se dan errores y culpas especialmente graves. En el artículo anterior traté de la primera parte de esa norma, y estudio ahora la segunda.
«Si pecase tu hermano contra ti, corrígelo en privado. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, comunícalo a la Iglesia, y si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, considéralo como gentil o publicano. Yo os aseguro que todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo» (Mt 18,15-17).

La Iglesia es una, es única, es una comunión, una común-unión. Babel, la dispersión, era la situación de la humanidad pecadora, alejada de su Dios: «todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino» (Is 53,6). El Misericordioso anuncia desde antiguo la unidad: «Yo los reuniré de todos los lugares en que los dispersé en mi cólera… Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Yo les daré un solo corazón y un solo camino» (Jer 32,37-39). Y Dios, en la plenitud de los tiempos, realiza su anuncio en nuestro Señor Jesucristo, que entregó su vida a la muerte «para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 1,52). Pentecostés, por tanto, es la unificación de los hombres obrada por la gracia del nuevo Adán, Jesucristo: partos, medas, elamitas, judíos, prosélitos, todos oyen la predicación de los apóstoles «cada uno en su propia lengua, proclamando las grandezas del Señor» (Hch 2,1-12). «La muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola» (4,32).
Iglesia, Ecclesia, significa asamblea convocada (kaleo, llamar; ekklesía, con-vocatio). Todas las imágenes principales de la Iglesia expresan el misterio de su unidad: Esposa, Cuerpo, Pueblo elegido de Dios, Templo edificado en piedras vivas, Viña y sarmientos, Rebaño congregado por el Buen Pastor, adquirido al precio de su sangre… (La Iglesia es una comunión, J. Hamer, O. P., Estela, Barcelona 1965). Cristo no es cabeza de varios cuerpos, ni tiene varias esposas. Su Cuerpo, su Esposa, es la Iglesia, virgen y madre.
Y la Eucaristía es el sacramento de la unidad eclesial, el sacramento que significa esa unidad y que la causa. Por tanto, la Eucaristía hace la Iglesia, y la Iglesia hace la Eucaristía. Así lo entendieron los cristianos desde el principio. No hay vida cristiana que no sea vida eclesial, es decir, que no sea vida eucarística. Al margen de la Iglesia y de la Eucaristía no hay, no puede haber, vida cristiana. Hablar de cristianos alejados –se entiende, voluntaria y crónicamente distanciados de la Eucaristía– es una contradictio in terminis, es como hablar de círculos cuadrados. La Eucaristía produce y expresa la unidad de la Iglesia: «porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Los documentos más antiguos de la Iglesia y los Santos Padres insisten una y otra vez en la proclamación de esta verdad. Por eso para un cristiano no puede haber en este mundo una miseria mayor que la de verse excomulgado, separado de la eclesial comunión eucarística.
Los Apóstoles, cumpliendo el mandato de Cristo, excomulgan en casos extremos especialmente escandalosos, ateniéndose a las condiciones señaladas por Cristo. Lo que pretenden con ello en su caridad pastoral es la salvación del pecador, reprendido públicamente con un castigo extremo, y salvar la comunidad cristiana de escándalos y errores que podrían arruinarla. San Pedro juzga y sanciona gravemente a Ananías y Safira, por mentir a Dios y la Iglesia (Hch 5,1-11), y también a Simón mago, que pretendía comprar poderes espirituales a los Apóstoles (8,9-24). San Pablo excomulga al incestuoso de Corinto, que «convivía con la mujer de su padre». Él sabía que la comunión eclesial es muy deficiente si no se practica la excomunión cuando es debido:
«¡Y vosotros todavía os enorgullecéis, en lugar de estar de luto para que se expulse de entre vosotros a quien cometió esa acción! Pues yo, ausente en cuerpo, pero presente en espíritu, he condenado ya, cual si estuviera presente, al que eso ha hecho. Congregados en nombre de nuestro Señor Jesús vosotros y mi espíritu con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, entrego a ese tal a Satanás, para ruina de la carne, a fin de que el espíritu sea salvado en el día del Señor Jesús. ¡No es como para que os gloriéis! ¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar la masa? Alejad la vieja levadura, para ser masa nueva, que vosotros sois ácimos, porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1Cor 5,1-7).

Algunos pecados son considerados en la primera Iglesia con especial horror: el homicidio, el adulterio, el aborto, y especialmente la herejía y la apostasía. En lo que se refiere a las falsificaciones doctrinales, el Apóstol entiende que la fidelidad de la Iglesia a la doctrina ortodoxa es fidelidad esponsal a Cristo Esposo, que es la Verdad. Por eso cualquier complicidad con la falsa doctrina, toda cesión, como la de Eva, «al engaño de la Serpiente», es en una Iglesia local un adulterio abominable (cf. 2Cor 11,1-4; Apoc 2,20). Deber fundamental de los fieles es «perseverar siempre en la enseñanza de los Apóstoles» (cf. Hch 2,42). De tal modo que «aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho antes y ahora de nuevo os lo digo: si alguno os predica otros evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gál 1,6-9). El término anatema, en el Nuevo Testamento y en la tradición de Padres y Concilios, viene a significar la excomunión.
También los laicos cristianos, a su modo, han de excomulgar al hermano escandaloso, haciéndole el vacío: «considéralo como gentil o publicano», dice Cristo. Ahora bien, los consejos apostólicos de apartamiento de los malos cristianos, que ahora recordaré, eran prudentes y viables cuando la comunión social de la primera Iglesia era muy profunda y sagrada. Hoy, siendo mayoría los bautizados alejados, prácticamente no son aplicables. Pero sí hemos de recibir su espíritu, y por otra parte, esos consejos nos ayudan a reconocer la real situación gravemente deficiente de no pocas Iglesias locales.
San Pablo manda que sean especialmente rehuídos los cristianos herejes o cismáticos: «os ruego, hermanos, que tengáis cuidado con los que producen divisiones y escándalos en contra de la doctrina que habéis aprendido y que os apartéis de ellos, porque ésos no sirven a nuestro Señor Cristo, sino a su vientre, y con discursos suaves y engañosos seducen los corazones de los incautos» (Rm 16,17-18). A Tito le manda: «al sectario, después de una y otra amonestación, evítale, considerando que está perdido; peca, y por su pecado se condena» (Tit 3,10).
También se ha de hacer el vacío a los que viven escandalosamente en el pecado: «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os mandamos apartaros de todo hermano que vive desordenadamente y no sigue las enseñanzas que de nosotros habéis recibido» (2Tes 3,6). «Hemos oído decir que algunos entre vosotros viven en la ociosidad, sin hacer nada… A éstos les ordenamos y rogamos por amor del Señor Jesucristo que, trabajando en paz, coman su pan… Y si alguno no obedece este mandato nuestro, a ése señaladle y no os juntéis con él, para que se avergüence» (2Tes 3,14). «No os mezcléis con ninguno que, llevando el nombre de hermano [esto es, siendo cristiano bautizado], sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón. Con éstos, ni comer. No es asunto mío juzgar a los que están fuera de la Iglesia. Juzgad vosotros a los que están dentro. Dios juzgará a los de fuera. Vosotros extirpad el mal de entre vosotros mismos» (1Cor 5,9-13).
San Juan da mandatos y consejos semejantes. Advierte en primer lugar que no todos los miembros de la comunidad cristiana son de Cristo: «habéis oído que está para llegar el Anticristo, y yo os digo ahora que muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no era de los nuestros» (1Jn 2,18-19). Pues bien, «el que permanece en la doctrina, ése tiene al Padre y al Hijo. Pero si alguno viene a vosotros y no lleva esa doctrina, no le recibáis en casa, ni le saludéis, pues el que le saluda comunica en sus malas obras» (2Jn 9-11). Así lo manda el autor de la Carta Magna de la caridad (1Jn 2).
San Pedro advierte también a los fieles que el mayor peligro está en aquellos que, habiendo sido cristianos, han vuelto a las tinieblas del error y del pecado. Avisa, como Cristo ya lo hizo (Mt 24,11-12), que «habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán doctrinas heréticas perniciosas.. Y muchos seguirán su doctrina de libertinaje; por su causa se blasfemará contra el camino de la verdad… atrevidos, arrogantes… Son como animales irracionales destinados por naturaleza a ser cazados y perecer, blasfemando de lo que ignoran… Viven en el error, y prometen libertad, cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción… En efecto, si después de haber escapado de las impurezas del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y salvador Jesucristo, se dejan vencer… la situación final se les pone peor que la anterior; pues no haber conocido el camino de la justicia les hubiera sido mejor que, después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue transmitido. Les ha pasado lo de aquel proverbio certero: “perro que vuelve a su propio vómito”, y “cerda recién lavada, se revuelca en el cieno”» (2Pe 2). Habla San Pedro de aquellos cristianos que se han alejado o que han sido apartados de la comunión eclesial a causa de sus graves herejías y pecados.
San Judas dedica toda su carta a poner en guardia a los fieles cristianos ante la amenaza de falsos doctores, porque «disimuladamente se han introducido algunos impíos, ya desde antiguo señalados para esta condenación… Pero vosotros, carísimos, acordaos de lo predicho por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Ellos nos decían que en el último tiempo habría mofadores que se irían tras sus impíos deseos. Éstos son los que fomentan las discordias, hombres animales, sin espíritu… A unos corregidlos, pues todavía vacilan; a otros salvadlos, arrancándolos del fuego; de los otros compadecéos, pero con cuidado, execrando hasta la túnica contaminada por su cuerpo».
Los cristianos, en cambio, deben acercarse a los paganos para procurar su conversión. Cristo vino al mundo «para llamar a conversión a los pecadores», vino para salvarlos (Lc 5,32), y esa misma es la misión de la Iglesia y de todos los cristianos. Jesús «comía con los pecadores», aunque los fariseos se escandalizaran; es decir, se acercaba a los pecadores con la mayor bondad y delicadeza –Zaqueo, la samaritana, los publicanos–, ofreciéndoles su amistad salvadora, pero sin hacerse cómplice de sus culpas o ignorándolas, como si no tuvieran importancia. La separación de los paganos exigida a veces por San Pablo es más bien espiritual, absteniéndose de sus malas costumbres; no es material, pues contradeciría lo ordenado por él mismo en otras ocasiones. Sin embargo, también en esa relación benigna con los paganos es preciso tener prudencia.
«Os escribí en carta que no os mezclárais con los fornicarios. No, ciertamente, con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras, porque para eso tendríais que saliros de este mundo», sino con aquellos que, cometiendo esos pecados, pasan por ser cristianos (1Cor 5,9-13). Pero por otra parte, no ha de incurrirse en complicidad amistosa con los paganos: «no os unáis en junta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial? ¿Qué parte del creyente con el infiel? ¿Qué concierto entre el templo de Dios y los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo… Por eso, “salid de en medio de ellos y apartáos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda” [Is 52,11]» (2Cor 6,14-18).
«Buscad lo que es grato al Señor, sin comunicar en las obras malas de las tinieblas, antes bien, estigmatizadlas; pues lo que éstos hacen en secreto repugna hasta decirlo… Fornicación y toda inmundicia o avaricia, ni aun se nombren entre vosotros, como conviene a santos» (Ef 5,10-11; 30). Vosotros habéis de ser «hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación mala y perversa, en medio de la cual aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2,15-16).
Hoy la actitud de los fieles hacia los «cristianos alejados», como ya he indicado, no ha de ser aquel «distanciamiento y apartamiento» que aconsejaban los Apóstoles en referencia a los cristianos pecadores escandalosos: «con éstos, ni comer». La prudencia de la caridad hoy no aconseja «hacerles el vacío». Actualmente la actitud de los fieles hacia los bautizados alejados ha de ser más semejante a la relación que los Apóstoles aconsejaban con los paganos, porque en realidad estos pseudo-cristianos vienen a ser paganos.
La Iglesia es una comunión, una comunión eucarística. Una de las preces del Libro de la sede , en España, nos hace pedir «por la multitud incontable de los bautizados que viven al margen de la Iglesia» (Secretariado Nal. Liturgia 1988, 626). Éste es un hecho, que se reconoce con toda paz y que se da por sabido: la gran mayoría de los bautizados vive al margen de la Iglesia… Una situación semejante de tantas Iglesias locales, en tal grado y extensión, nunca se había dado como hoy en veinte siglos de historia cristiana. Y es un horror eclesial que no será remediado mientras no horrorice. Pero aún no ha llegado la hora.
La Iglesia es una comunión, un rebaño unido y congregado bajo el Buen Pastor. A la luz de la fe es evidente que no hay vida cristiana apartándose de la Iglesia y de la Eucaristía: «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,53-54).
La Iglesia es un rebaño bajo la guía del Buen Pastor y de aquellos pastores sagrados que le re-presentan, que le hacen presente entre nosotros. Por eso, un rebaño disperso propiamente no es un rebaño. Quizá lo fue, o pudiera llegar a serlo; pero ahora no lo es. Una Iglesia local en la que la gran mayoría de sus bautizados no está congregada, sino dispersa, subsiste sólamente en una pequeño Resto de fieles.
José María Iraburu, sacerdote
 fonte:Reforma o apostasía