domingo, 13 de dezembro de 2009

III DOMINGO DE ADVIENTO, DOMINGO GAUDETE



*Homilía del P. Manuel María de Jesús en la Santa Misa del Domingo Gaudete celebrada en la iglesia del Salvador en la ciudad de Toledo:

“Vivid siempre alegres en el Señor”, nos exhorta el Apóstol San Pablo a través de la Epístola que acabamos de escuchar. También nuestra Madre la Iglesia manifiesta especialmente en este domingo tercero de adviento esa alegría en el Señor, al celebrar hoy el llamado domingo gaudete.
El Apóstol, al dirigirse a los filipenses, de manera insistente les reitera: “os lo repito, vivid alegres”. Y es que la alegría ha de ser una nota distintiva del cristiano. En medio de un mundo de agresividad, de odios, de impaciencias, de rencores y de semblantes duros, ha de resplandecer la alegría de los cristianos, como una luz que ilumina y que brilla en medio de las tinieblas.
La exhortación del Apóstol es clara, sin embargo no podemos evitar preguntarnos cómo alcanzar la alegría, pues a menudo experimentamos la tristeza, el dolor, las preocupaciones e inquietudes, las dificultades y luchas de la vida.
De alguna manera el mismo San Pablo nos responde: “vivid siempre alegres en el Señor”. Nos está indicando con toda claridad que es en el Señor donde podremos encontrar la fuente de nuestra alegría. Si queremos encontrar la alegría hemos de buscar al Señor. Quien le encuentra a Él encuentra la alegría del corazón. Esto mismo decía Jesús a sus Apóstoles en la noche en que iba a ser traicionado por uno de los suyos y entregado en manos de los pecadores: “Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16, 22).
A través de sus palabras el Señor revela a sus Apóstoles que la alegría de sus corazones va unida a su presencia en medio de ellos. Diríamos aún más, la alegría de nuestro corazón va unida y es consecuencia de la presencia de Jesús en nosotros. Cuando Él vive en nosotros, cuando nuestro corazón es templo en el que Él habita, entonces está asegurada nuestra alegría.
¿Qué es lo que puede impedir su presencia en nosotros? Sólo el pecado. Por lo tanto, el pecado nos priva de la alegría porque antes nos ha privado de la presencia del Señor en nosotros. Con el alejamiento del Señor, se aleja también nuestra alegría.
En este mismo sentido hemos de observar como en la medida en que se enfría en nosotros la conciencia de que el Señor está íntimamente presente en nosotros, de que el Señor está permanentemente a nuestro lado, en la medida en que esa conciencia se oscurece, y el trato amoroso con Él se enfría, en esa misma medida se empaña la alegría de nuestro corazón.
Por el contrario, si no dejamos al Señor olvidado en la iglesia, si somos conscientes de que por la Sagrada Comunión Él mora sacramentalmente en nosotros y nos acompaña en nuestros lugares de trabajo, en nuestros hogares, en todos y cada uno de los momentos de la jornada, allí donde discurre nuestra vida, entonces la alegría y la paz que es fruto de su presencia iluminará las tinieblas que nos amenazan y que sólo Él puede hacer que se disipen.
En el texto que hemos citado, el Señor habla de una alegría que nadie será capaz de quitar a los suyos. Sus palabras parecen sugerir un gozo perdurable, que no es pasajero y que apunta a ser duradero aún más allá de esta vida que sí se termina y es finita. En efecto, Jesús está indicando la alegría y la felicidad eterna cuyo germen y dulzura comenzamos a saborear aquí, pero que sin embargo lo de aquí es tan sólo un anticipo y un pálido reflejo de lo que será la alegría en plenitud. Esa alegría perfecta sólo será posible cuando le veamos a Él tal cual es y nos embriaguemos de la dulzura de su rostro sin que ya nunca nada ni nadie nos lo pueda ocultar.
¿No nos está poniendo en guardia, de alguna manera, el Señor contra los espejismos de una falsa felicidad y de una alegría meramente transitoria? ¿Ante el ofrecimiento y la promesa que Él nos hace cabe poner a la par cualquier goce pasajero, y por lo tanto inconsistente, con una alegría que se experimenta en lo profundo del corazón y que lleva en sí un germen de eternidad?
Curiosamente, los goces y disfrutes que desde el mundo se nos proponen permanentemente ¿no se quedan a un nivel de pura exterioridad, muy alejados del centro del corazón? ¿No llevan en sí mismos la marca de lo transitorio y caduco? ¿No esconden una alegría de diseño y prefabricada que se consume y se agota como cualquier otro producto? ¿No se trata quizás de un goce con fecha de caducidad que va poco más allá de unos minutos o de escasas horas?
Gran error el pensar que la alegría viene de fuera o es fruto del exceso y de la desmesura. La alegría auténtica ni viene de fuera, ni es consecuencia de las experiencias de vértigo o del exceso. Por eso el Apóstol invita a los cristianos a que su modestia sea patente ante los hombres, conduciéndose en todas las cosas con moderación.
Esta falta de moderación o inmodestia es tristemente también una de las características más definitorias de nuestra sociedad de consumo, materialista y neopagana. La falta de moderación se hace especialmente patente en el espíritu de superioridad, en el afán desmedido de pretender saberlo todo, aún más que Dios cuya revelación transmite la Iglesia, la falta de modestia en las costumbres que se imponen en nuestra sociedad, en el servilismo respecto de ciertas modas y maneras de vestir deshonestas, en los excesos de consumo, o en la desmesura de abundantes festejos y juergas.
Nada de eso es fuente de felicidad auténtica, si bien contrariamente, poco a poco la inmodestia va alejando cada vez al individuo y a la sociedad de la fuente verdadera de la alegría que está sólo en Dios.
Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, enseña que no podemos llegar a la alegría directamente. La alegría es el fruto de una virtud, y esta virtud es el amor, la caridad. Así como la flor y los frutos presuponen el árbol, las raíces, el tronco y las ramas que los hacen florecer, los nutren y los sostienen, así la alegría es la flor y el fruto del amor.
No hay por lo tanto alegría mayor, ni más perfecta que aquella que es fruto del amor de Dios, porque “Dios es amor”.
Las palabras de Nuestro Señor Jesucristo, que nos transmite fielmente San Juan en su evangelio, son clarificadoras en este sentido: “Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardo los preceptos del Padre y permanezco en su amor. Esto os los digo para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo” (Jn 15, 9-12).
Una vez más hemos de concluir que la senda de los Mandamientos guardados y vividos por amor a Dios, lejos de ser causa de insatisfacción o de tristeza para nosotros, son el camino de la auténtica alegría y de la verdadera felicidad.
En esta bellísima liturgia gregoriana, la Iglesia pone en los labios del sacerdote cuando cada día sube al altar para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa, estas hermosas palabras desbordantes de piedad y de santa unción: “Subiré hasta el altar de Dios, el Dios que alegra mi juventud”.
Efectivamente, en el altar nos encontramos con el Hijo de Dios nuestro Redentor que renueva su inmolación, su sacrificio para la gloria del Padre y para el perdón de nuestros pecados. Cada vez que se celebra la Santa Misa se verifican las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: “Nadie tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15, 13)
Es en el altar que estamos llamados también nosotros a ofrecernos juntamente con Cristo en un acto de amor al Padre, uniendo a su dolor nuestros dolores, uniendo a su sacrifico nuestros sacrificios de cada día, uniendo a sus trabajos, sufrimientos y penalidades los nuestros. De esa forma entramos en comunión con el amor de Dios manifestado en su Hijo nuestro Redentor, y en ese amor está la fuente de nuestra alegría, el amor de Dios que alegra nuestra juventud, porque es el milagro del amor que hace que nuestro corazón y nuestra alma no envejezcan. Porque es el amor de Dios la semilla de la eterna juventud y de la eterna alegría.
Sintámonos cada uno de nosotros llamados y enviados por Cristo a ser voz que clama en el desierto de nuestra sociedad como testigos de la verdadera alegría, fruto del amor de Dios, el mismo testimonio que dio la Santísima Virgen en su canto del Magnificat y que perdura por todas las generaciones: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. Que la Virgen Inmaculada, causa de nuestra alegría nos lleve hasta su Hijo Jesús quien es la fuente y la plenitud de nuestro gozo. Amén.
Publicado por Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina